Miquel Iceta es un señor muy simpático al que no me importaría tener como presidente de la Generalitat en vez del mastuerzo supremacista que ahora ocupa el cargo (con permiso del gurú Majaretishi de Waterloo, claro). La búsqueda de la armonía entre contrarios que lidera Iceta es encomiable, así como su capacidad empática para ponerse en los zapatos de sus adversarios políticos. Y además es un vacía-pistas cuando le da por menear el esqueleto, proyectando brazos y piernas con una coordinación que ya la querría Eulàlia Reguant para su fascinante panoplia de tics. Lo malo de Iceta es que a veces le da por esas extravagancias nacionalistas tan propias del PSC y que se supone que pretenden reducir las distancias entre los ciudadanos, cuando en realidad solo han servido, en un pasado reciente, para que muchos de sus votantes nos pasáramos a Ciudadanos (tranquilo, Miquel, que ya hemos vuelto al redil, pero no por vuestros méritos, sino porque a Rivera se le fue la flapa y volvéis a ser el mal menor). La última de Iceta en ese sentido consiste en que se ha puesto a contar las naciones que hay en España y le salen ocho, ni una más ni una menos.

Se ha apresurado a añadir que se trata de naciones sentimentales y culturales, sin derecho a Estado propio, pero ha logrado algo que ya es un clásico en la trayectoria del PSC: liar la troca en el momento más inoportuno, cuando su jefe se ve obligado a bregar con los de ERC por un quítame allá ese sillón. Para embarullar las cosas siempre se puede contar con el PSC y con Iceta. Nuestro hombre debería saber que ponerse a contar naciones cuando la que las incluye a todas soporta el acecho constante de los separatistas es, cuando menos, intempestivo. Y, además, todas las naciones contemporáneas están formadas por distintas comunidades que en un momento de la historia decidieron que les iría mejor si sumaban esfuerzos. España es un país con un pasado glorioso y un presente complicado gracias a todos los que no ven la hora de llevarse a su tribu a otra parte, y declaraciones tribales como la de Iceta no ayudan mucho a la gobernabilidad. Sí, Miquel, ya sabemos que un vasco y un andaluz no se parecen en nada, pero algunos creemos que en la variedad está el gusto y que la uniformidad de carácter condena al aburrimiento a cualquier país. En ese sentido, España es una nación muy variada, cosa de la que deberíamos alegrarnos en vez de intentar atomizarla en busca de la ansiada pequeñez identitaria.

Ponerse a contar naciones con la que está cayendo es hacerle el trabajo gratis al enemigo y sembrar el desconcierto en las filas socialistas. Por muchas naciones que contenga a nivel conceptual, España no deja de ser un país pequeño que intenta jugar en la liga de los grandes, y que cada vez tendrá menos oportunidades de hacerlo dignamente si los separatistas y los supremacistas siguen empeñándose en el regreso a la tribu. Ya vimos lo que pasó en Yugoslavia, el país del Este mejor situado para el final del comunismo, al que el odio tribal convirtió en una serie de paisitos más o menos uniformes, pero irrelevantes a nivel internacional.

Para colmo, los independentistas no se dan por satisfechos con las teorías de Iceta, al que seguirán considerando un botifler y un españolazo. ¿Para qué, entonces, perder el tiempo con ellos? Ya sabemos que a Iceta le mueve siempre la mejor de las intenciones --como cuando puso en duda la pertinencia de la inmersión lingüística, aunque en plan PSC, sin querer llegar al fondo del asunto para que no se enfade nadie--, pero a veces se muestra inoportuno y liante. Muchos saldríamos ganando si se dedicara, como el personaje de la canción de Sisa, a contar estrellas.