Parece que las sociedades humanas tienen una tendencia a olvidar sus errores colectivos después de un par o tres de generaciones, para poder así reeditar las tragedias como farsas. Algo de esto sabemos en Cataluña, dónde cíclicamente surge algún orate que empieza por enervar las pasiones de las masas, y acaba aguándolas con lágrimas de desengaño. Casos parecidos de oscilación entre euforia y depresión los encontramos asimismo en el mundo de las finanzas. Uno de los casos mejor documentados ocurrió en Holanda en el siglo XVII, y es conocido como la “crisis de los tulipanes”.  Por una serie de razones coyunturales, la cotización en bolsa de los tulipanes creció exponencialmente hasta llegar a un punto en el que un simple bulbo de tulipán valía igual que una casa o 25 toneladas de trigo. Como toda burbuja, ésta estalló en 1637, llevando a la ruina a todos aquellos que se habían dejado arrastrar por la fiebre especulativa. Tampoco hoy en día estamos faltos de esquemas piramidales a lo Carlo Ponzi, aquel inmigrante italiano que hizo un arte de la estafa piramidal, y que alientan la codicia de propios y extraños impidiéndoles a poner sus ahorros en esquemas de lucro fácil y garantizado.

El modelo es sencillo; los inversores pioneros ven crecer exponencialmente sus rendimientos a medida que nuevos inversores hacen aportaciones al esquema, creando así una espiral alcista que cae en picado cuando la aguja de la realidad pincha la burbuja. Si todo esto resulta familiar, es porque recientemente Bernie Madoff, un alumno aventajado de Carlo Ponzi, cayó en desgracia cuando su particular burbuja estalló. Pero también nos suena de algo porque la moda de las criptomonedas, y la tecnología en la que se basan, blockchain, está llevando a empresas y particulares a apostar su futuro en ellas, habiendo llegado a incrementar su valor nominal en más de un 1.200%. La peculiaridad es que todo lo que rodea blockchain es que está rodeado de un halo de superstición tecnófila, que lleva a los más entusiastas de entre sus proponentes a presentar esta tecnología como una especie de Bálsamo de Fierabrás, que lo mismo protegerá nuestras transacciones bancarias, que hará redundantes a notarios y contables o que (según el canciller británico Philip Hammond) resolverá incluso el puzle de la frontera entre las dos irlandas.

Y sin embargo, estos reclamos comerciales no parecen estar substanciados en hechos tangibles. Lo cierto es que los anuncios de que las criptomonedas remplazarían a los sistemas existentes como PayPal o MasterCard nunca se han materializado. Ni nadie compra ni vende con bitcoins o sucedáneos, ni el Dólar o el Euro han visto su centralidad financiera erosionada en lo más mínimo. Y hay razones de peso para que esto sea así: mientras que los sistemas existentes, como Visa, son capaces de gestionar 60.000 transacciones por segundo de manera sostenible frente a las 7 (siete) por segundo de bitcoin, la tecnología distribuida en la que se basan las criptomonedas requeriría el equivalente de 5.000 centrales nucleares para dar el mismo servicio. Y es que los niveles actuales de consumo anual estimado de electricidad de Bitcoin es de 61,4 teravatios por hora, o lo que es lo mismo, el equivalente al 1,5% de la electricidad consumida en Norteamérica. Cada transacción de bitcoin consume 300 kilovatios por hora de electricidad.

El propio diseño de blockchain (que no es más que una base de datos glorificada) obliga a cifrar, almacenar permanentemente y replicar a través de toda la red cada una de sus transacciones, lo cual llevan a cabo individuos conectados a la red,  en un proceso conocido como minería, por el que son recompensados --con bitcoins--, pero esto derrocha cantidades ingentes de electricidad. De hecho, si la tendencia continúa, la minería de bitcoins pronto usará más energía en Islandia que sus propios habitantes.

Por otra parte, la tecnología que da soporte a bitcoin carece de las herramientas de garantía financiera, reversibilidad, verificación de identidad y auditoría sobre los que están construidos los sistemas de transferencias que usamos cada día para comprar online o reservar nuestros vuelos.

Este Talón de Aquiles ya ha tenido consecuencias reales y legales, y empresas como Bitfinex y Gox han perdido millones de Dólares de sus inversores a manos de cibercriminales, debido a fallos de seguridad, mientras que el DAO --una organización creada por la startup alemana Slock.it-- malgastó todo el dinero de sus clientes al permitir que sus algoritmos llevasen a cabo inversiones financieras desatendidas.

El panorama en el ámbito interbancario no es mucho más alentador. La gran esperanza blanca de los pagos entre bancos, Ripple Gateway, ni tan solo lleva a cabo sus transferencias mediante blockchain. Que Ripple no use su propio protocolo de pagos no requiere mayor comentario.

Como toda moda tecnológica que se precie, la aparición de las criptomonedas no está exenta de exageraciones, que hubieran hecho sentirse orgulloso a cualquier vendedor de aceite de serpiente del Lejano Oeste. Pero si hay algo que nos enseñe la historia, es a adoptar un sano escepticismo, tomándonos los tulipanes por lo que son.