Quim Torra no contempla la posibilidad de que la mayoría de los catalanes no quieran la independencia, eso dijo tan feliz en Els Matins de TV3. En el Palau de la Generalitat reside un problema. El sucesor de Puigdemont no solo tiene un déficit de percepción de la realidad electoral, que él se permite redondear por lo alto a partir de los resultados de unas inocuas elecciones europeas, exhibe además una falta de consideración institucional inaudita para con todos los catalanes que no comparten su sueño, instalándose en la presidencia de la media Cataluña.

La creencia de una hegemonía social del independentismo no es exclusiva de Torra; sin embargo, solo él ocupa la presidencia de la Generalitat con las obligaciones de servicio y respeto al conjunto de las ciudadanos que implica el cargo. Hay unos mínimos de institucionalidad a respetar, aunque en la intimidad o en sus visitas a Waterloo pueda pensar que quienes no sueñan como él están equivocados o no cumplen con los requisitos del buen catalán.

El sucesor de Puigdemont está ahora mismo concentrado en pensar qué hacer cuando se conozca la sentencia de los dirigentes del procés. Él cree que en el Tribunal Supremo se está juzgando a “todo un pueblo”, el que comparte su proyecto, y por eso anuncia una respuesta como país, como mínimo de su medio país. Para saber qué hacer anuncia que hablará con “todos” y estos “todos” resultan ser los partidos y las entidades soberanistas, porque la respuesta a dar debe basarse, a su juicio, en la reclamación del derecho de autodeterminación.

La habilidad de algunos dirigentes independentistas para crear visiones confusas de la realidad, hasta propiciar el error de percepción de sus seguidores, está fuera de duda. El último hit de esta tendencia inaugurada hace años es el nuevo fetiche del 80% de catalanes partidarios de ejercer el derecho a la autodeterminación, que viene a sustituir otro 80% de antaño, el de los partidarios del derecho a decidir, formulación low cost de los asesores de la Transición Nacional de un derecho cuya definición por parte de Naciones Unidas no encaja en la situación de Cataluña.

Este 80% se ha convertido en el argumento central de su reclamación a Pedro Sánchez de una negociación inmediata para su aplicación. “El mundo entero lo pide”, aseguró Torra en su triunfalista conferencia de prensa dedicada al primer año de su mandato. Pero este altísimo porcentaje detectado una y otra vez por los sondeos no incluye solo a los partidarios del derecho de autodeterminación, sino más bien a todos aquellos que creen que el contencioso de Cataluña con el Estado se acabará en unas urnas, sean las de un referéndum de un nuevo Estatuto, de una consulta sobre una propuesta de financiación, de un referéndum para modificar la Constitución o de un referéndum pactado o unilateral sobre la independencia.

Jordi Pujol sabía que no todos los catalanes eran pujolistas y Maragall (Pasqual) y José Montilla tenían plena conciencia que muchos de los catalanes no eran socialistas, ni tan solo de izquierdas. Lo asumían con la normalidad propia de gobernantes democráticos siempre a merced de un cambio de opinión de los votantes sobre sus preferencias. Desde que Artur Mas se cayó del caballo cuando galopaba entre recortes sociales y vio la luz del Estado propio como remedio a todos los males, el país ha sido objeto de un proceso de modulación a imagen y semejanza de sus gobernantes, hasta el punto que el presidente número tres de la saga independentista no puede concebir que unos dos millones largos de catalanes no quieran la independencia.