Lo diré claro: buena parte de la sociedad catalana está políticamente enferma. Y eso incluye a mucha gente con estudios universitarios, bien retribuida, e incluso a profesionales de éxito. Es la pasión secesionista que describió con acierto en su libro el psiquiatra Adolf Tobeña. Gente que en lugar de estar exigiendo desde hace días la dimisión de los líderes separatistas, particularmente de Oriol Junqueras, responsable económico del Govern y profeta de todas las bienaventuranzas, por sus reiteradas mentiras sobre las indoloras consecuencias del procés, se muestra indignadísima por la decisión razonada de la jueza Carmen Lamela de enviar a prisión provisional a los dos Jordis. Son catalanes que se niegan a aceptar que los hechos sucedidos el 20 y 21 de septiembre frente a la Conselleria d’Economia son gravísimos en democracia, pues se obstaculizó el normal desarrollo de una acción judicial y presuntamente se cometieron diversos delitos, incluido el de sedición. Esta parte enferma de la sociedad catalana no tiene otro reflejo que atribuir a la jueza una intencionalidad política, como si actuara al dictado del Gobierno de Mariano Rajoy, en lugar de tomarse la molestia de leer con atención el auto judicial. Ni valora tampoco el hecho de que la jueza, de manera igualmente razonada, rechazase las medidas cautelares de prisión pedidas por la Fiscalía contra el mayor Josep Lluís Trapero y la intendente Teresa Laplana unas horas antes.

Luego, para acabar de completar el cuadro general, hay otros catalanes que, sin ser independentistas y mostrándose críticos con el procés, exigen a la justicia que se abstenga de actuar con criterios jurídicos para pasar a hacerlo en función de la conveniencia política del momento. Asumen sin querer una lógica perversa que sería el fin del Estado de derecho. La muerte de Montesquieu. No cabe duda de que el encarcelamiento de Sànchez y Cuixart era un escenario previsto y deseado por los separatistas --como lo demuestran las grabaciones póstumas que ambos dirigentes dejaron preparadas-- en su afán por animar la espiral del conflicto.

No es la primera vez que una sociedad culta y moderna se despeña alegremente, empujada por la irresponsabilidad, frivolidad y oportunismo de sus élites, por el barranco de la sinrazón hasta el punto de infligirse un daño enorme a sí misma

En este sentido, la prisión preventiva es una decisión judicial profundamente antipolítica, inconveniente en esta coyuntura tan delicada, pero también la demostración de que en España existe una separación efectiva de poderes. Es evidente que el Gobierno español, que tantas prórrogas ha concedido a Carles Puigdemont para evitar aplicar el famoso 155, para nada deseaba un escenario así. Tampoco el PSOE y menos aún el PSC, que al conocerse la noticia entró en pánico y habló de "desproporción". Cualquier decisión judicial puede ser criticada, en este caso además las medidas cautelares de la jueza Lamela son recurribles por los abogados de los Jordis, pero siempre desde una lógica jurídica y no política. En caso contrario estaríamos abriendo un territorio de excepción, según el cual, como el secesionismo plantea un problema político indudable, habría que abstenerse de juzgar sus acciones insurreccionales. "Una democracia que tuviese miedo de aplicar su Código Penal no sería capaz de sobrevivir", dijo el presidente de la República italiana, Oscar Luigi Scalfaro, cuando en 1996 Umberto Bossi proclamó la República de Padania.

Las repercusiones económicas a medio y largo plazo del procés secesionista van a ser extraordinariamente graves para los catalanes. Hoy no podemos ni imaginárnoslo. Hemos de afrontar un escenario de decadencia en todos los ámbitos del que solo podremos salir si hay primero una asunción de responsabilidades personales y colectivas sobre lo que ha sucedido estos años. Por ahora es urgente reinstaurar plenamente el Estado de derecho en Cataluña. Y en paralelo empezar a desprocesar a la sociedad catalana, en el sentido de romper con la lógica regresiva que ha inoculado el nacionalismo y liberarnos de las toxinas antidemocráticas del procés. Es una tarea complicada porque el destrozo emocional y psicológico que aflorará cuando todo acabe va a ser horroroso. Pero antes o después habrá que afrontarlo para evitar el completo encierre identitario como respuesta a la decadencia catalana. No es la primera vez que una sociedad culta y moderna se despeña alegremente, empujada por la irresponsabilidad, frivolidad y oportunismo de sus élites, por el barranco de la sinrazón hasta el punto de infligirse un daño enorme a sí misma. El único consuelo es que igual nos vacunamos de independentismo para siempre.