Quincy Jones, el cerebro del 'show business' musical
Con la muerte del músico y productor norteamericano, toda una leyenda, se extingue una manera de entender la industria musical que tenía mucho más que ver con el conocimiento y el talento que con los algoritmos y las tendencias
El pasado cuatro de noviembre, Jacob Collier –treintañero y todavía niño prodigio-- incluía en la parte inicial de su concierto en el Sant Jordi Club una canción inesperada: Human nature, de Michael Jackson. Apenas la había interpretado cuatro o cinco veces antes, pero esa mañana ideó un arreglo nuevo con la banda que está llevando de gira por Europa y decidió incluirla en su repertorio como homenaje a su mentor, Quincy Delight Jones Jr, fallecido la pasada semana en su residencia de Bel-Air, en Los Ángeles. Fue uno de los muchos homenajes que ha recibido el apodado Q, una de las figuras fundamentales de la música popular anglosajona del siglo XX.
Su muerte tiene algo de fin de una próspera saga en decadencia: la de los músicos con poder en los despachos de la industria del entretenimiento, cuya opinión era escuchada y su autoridad reconocida. Hoy en día la toma de decisiones se basa en los sacrosantos algoritmos y tendencias de escucha, algo que a un académico como Jones --lo suficientemente inteligente como para saber que la pureza de formas no tiene por qué estar reñida con la fusión en lo artístico-- le horrorizaba.
Su historia –con trazas de melodrama— tiene todos los números para acabar convertida en uno de esos biopics musicales que proliferan de un tiempo a esta parte: Queen, Elvis, Amy Winehouse, Elton John. Nacido en 1933 en el seno de una familia pobre de Chicago, una madre problemática –diagnosticada de esquizofrenia-- parece empujar a un jovencísimo Quincy a una vida de limpiabotas y temprana delincuencia menor hasta que --movido por una indescriptible curiosidad-- se encarama a una escalera para ver qué se cuece en un garito del que emanan una música extraña y risas de mujer.
Lo cuenta, con profusión de detalles en Q, the Autobiography of Quincy Jones, editada en 2001 en USA y después en España por Libros del Kultrum: “Me pasé los siguiente cincuenta y cinco años de mi vida tratando de revivir aquella sensación”. La sugerencia que le provoca la música negra, la promesa de los lujos de un futuro éxito popular y la posibilidad de una existencia alejada del hambre espabilan a ese mocoso que pone todo su empeño y sus esperanzas en el aprendizaje de la alquimia de la música, alentada por una figura paterna --tan amorosa como intermitente-- y algún que otro profesor de instituto con empatía a raudales.
El traslado a Seattle de su familia le permite entrar en contacto con una escena bulliciosa y nutritiva, pero más decisivo fue su encuentro con Ray Charles. A sus dieciséis años The Genius ya está independizado, es plenamente autónomo y tiene una novia mayor que él. Quincy resuelve redoblar sus esfuerzos y acaba tocando en la sección junior de una pequeña big-band que llegará a acompañar a Billie Holiday cuando Lady Day visite Seattle. El crecimiento a partir de entonces resulta exponencial: las giras y las orquestras cada vez son más extensas y ya muy pronto Quincy decide probar suerte como arreglista y director en el exigente circuito estatal de actuaciones para bailes. Su disciplina y férreo academicismo le granjean un éxito inmediato y pasará buena parte de la década de los 50 girando por Europa.
A partir de aquí el relato de su vida se acelera de manera meteórica. En él aparecen camellos, Frank Sinatra en Las Vegas, figuras fundamentales del movimiento por los derechos civiles, alcobas asaltadas --la de Dinah Washington, por ejemplo--, el aprendizaje musical con Nadia Boulanger en París, un Charles Manson que pasa por su vida de refilón y la oportunidad de hacer música para cine que le brinda Sidney Lumet.
Toda la década de los 60 es para él un inacabable reguero de trabajos para el cine y la televisión a nivel compositivo y también para las luminarias de la música jazz de la época --como arreglista--. La vida loca lo lleva a la cima, pero a la postre también le acabará separándole de su mujer y de sus dos primeros hijos. Pocos músicos ejemplifican de manera tan certera el mito del músico entregado a su oficio e incapaz de llevar una vida familiar ordenada.
Jones ya es un referente absoluto que saca sus propios discos en solitario y puede tratar con condescendencia a los Beatles --decía que no tenían ni idea de tocar, pero eran buenos chicos-- y aventurarse a hacer algo más lucrativo que rellenar pentagramas: producir álbumes de éxito para grandes sellos. También es en estos tiempos cuando su carrera en solitario brilla más que nunca, con discos como Walking in space y Smackwater Jack.
En los 70 y los 80 le cogerá el gusto a esto de estar al mando de la nave en el estudio y perfeccionará los discos de Michael Jackson, siendo de los pocos que podían chistarle: cuando el autoproclamado Rey del Pop se quejó de los violines que parecían entrar en colisión con la base percutiva de Don't stop 'til you get enough, Quincy le dijo que el que sabía de música era él y que el pequeño de los hermanos Jackson se dedicara a cantar y bailar. Es fácil cuantificar el éxito de esa asociación --ahí está Wikipedia para glosar los récords de ventas-- pero no tanto definir la esencia de su fórmula, en todo caso seguro que el talento interpretativo descomunal de Jacko y la experiencia de un bregadísimo Quincy --que había conocido todos los peldaños de la escalera del músico profesional-- pueden ser la clave.
Y sí, We are the world: solamente él pudo domar a tanto ego e imponer un poco de orden en el estudio en el que se grabó la canción benéfica por excelencia. Jones se dedica, además, a ampliar su visión del entretenimiento: quizá inspirado por Jackson, busca talento y lo pule más allá de lo estrictamente musical. Ahí está la carrera de Will Smith, a quien ayuda dándole el espaldarazo definitivo, ya habiéndose metido mucho antes en las aguas del hip-hop, movimiento del que no es pionero pero sí manierista cultivador. Por cierto, el famoso tema musical de El príncipe de Bel-Air –que muchos cantamos en su traducción al castellano en nuestra adolescencia: “Al oeste en Filadelfia vivía y crecía/sin hacer mucho caso a la policía”-- también es cosa suya.
Y todo eso sin descuidar nunca una carrera en solitario con querencia al jazz clásico y a las buenas compañías, el resto de la vida de Quincy Jones transcurre entre la organización de conciertos-evento, el trato con ejecutivos de multinacionales y la asistencia a homenajes a su persona. Lenguaraz y amigo de las cámaras, sabe jugar el juego de la fama y tendrá hasta tres matrimonios, siete hijos e incontables relaciones, siendo la que mantuvo con Natassja Kinski la más sonada.
Cuando Oprah Winfrey le hizo ver que la percepción generalizada del público era que le gustaban solo las mujeres de raza blanca él –socarrón-- repuso que había viajado lo suficientemente como para saber que en el mundo había todo tipo de razas, no solo la negra. También recurrió al socorrido argumento de una madre ausente para justificar su tendencia a lanzarse en brazos de tantas mujeres. Argumento de pillo o no, lo que ponía de manifiesto la pregunta era el sambenito que le persiguió buena parte de su vida acerca de su escasa implicación con la lucha por la igualdad racial, algo discutible.
El pícaro Quincy vivió una existencia mucho más tranquila a partir de finales de los años 90, reduciendo drásticamente su ritmo de trabajo, redactando sus memorias y formando parte del senado cultural. Ahí revive ese jovencito con ganas de hacer el gamberro, esta vez en entrevistas, paneles, congresos y conferencias. Fue denunciando –sin éxito-- la pobreza formal de la música comercial imperante, proporcional a la omnipresencia asfixiante de la misma en todos los ámbitos de nuestra vida. Su último gran truco fue ser el primero de la industria en tenderle la mano a ese Jacob Collier del que hablábamos al principio, ese secreto a voces que internet puso en el mapa y que maravilló a Herbie Hancock o a tantos otros.
Con su muerte se desdibuja cierta manera de entender la música en la que el conocimiento académico y la veteranía puntuaban alto. Ahora la juventud y la imagen parecen ser los valores definitivos a la hora de escoger el talento musical, aunque, bien pensado, quizá siempre ha sido así. El arrojo de los que antes se iban de casa antes de la mayoría de edad a buscarse la vida se traduce ahora en canales de YouTube abiertos por jóvenes que no le temen a las redes.
No sabemos si envejecerá bien su música o si la posteridad le corresponderá, pero más allá de sus conocidísimos directos montados y excelentemente grabados para Sinatra o la banda sonora de A sangre fría, tenemos discos que hoy se antojan vigorizantes, como su ochentero The dude, que ponen de manifiesto su versión de ese arrojo, aunque esta vez puramente musical, pues la valentía y el descaro en fusionar géneros tienen un buen colchón de músicos solventes que lo amortiguan y una libertad de medios que lo facilitan todo. Sea lo que sea, bien miremos a ese niño que temía las palizas de su madre, al pícaro estajanovista de su época o dorada o al abuelo casi patriarca de la música negra, podemos recurrir, ni que sea por una vez, al tópico: genio y figura.