Pere Aragonès ha expresado su deseo de que la sinceridad sea una de las cuatro patas de la mesa de negociación en la que se intentará dar con una propuesta aceptable para todas las partes para salir del callejón donde está ahora mismo el conflicto catalán. Extraordinaria y novedosa reclamación, viniendo de donde viene la sugerencia. Las otras tres patas son más clásicas: reconocimiento mutuo, calendario y garantías de cumplimiento. Seguramente le falta una, el principio de realidad, pero una mesa de cinco patas sería un atrevimiento y se puede suponer que el capítulo de la sinceridad engloba el realismo imprescindible para llegar a alguna parte o huir de los antecedentes.

Del artículo firmado por el coordinador nacional de ERC y vicepresidente del Gobierno de Torra se puede interpretar que en el capítulo de la sinceridad tendrán cabida todas las propuestas tradicionales del independentismo que han sido negadas mil veces por el Gobierno central y el PSOE. Este epígrafe sustituye sin duda a la exigencia habitual de “hablar de todo”, y es una fórmula hábil para hacer saber a los suyos que, efectivamente, hablarán del derecho de autodeterminación, del referéndum de independencia y de la libertad inmediata de los presos.

Sin duda, expresarán sinceramente sus posiciones y escucharán la negativa sincera de la otra parte a atender unas aspiraciones que han venido calificando de inaceptables. Es fácil de imaginar que también las primeras propuestas de los socialistas o del Gobierno central (ya veremos cuántas mesas de diálogo acaban formándose ) sean rechazadas también sinceramente por los negociadores independentistas por decepcionantes.

La incógnita es saber si la mesa seguirá en pie después de este demoledor ejercicio preliminar de sinceridad. Una vez repasadas las propuestas ya conocidas, filtradas por el cedazo del realismo y establecida cara a cara la distancia que los separa, habrá que ver si el ánimo de los interlocutores (y la presión externa y la interna que cada uno sufrirá en casa) les permitirá seguir adelante hasta llegar a configurar una propuesta sólida susceptible de ser avalada por las urnas. La responsabilidad que asumirán quienes se levanten precipitadamente de la mesa será de mal justificar, porque el principal valor político de la negociación es su propia existencia, por mínimos que fueren los avances.

No tiene mucho sentido pretender avanzar acontecimientos, entre otras cosas porque hay una investidura de por medio, imprescindible para iniciar el diálogo. Pero ahora que Aragonès apela a la sinceridad como virtud imprescindible para llevar a buen puerto la negociación, sería una buena ocasión para que los responsables de tanto fingimiento reconocieran la falta de veracidad de muchos de sus planteamientos. No todo es culpa de los independentistas ni todo ha sido falsedad por su parte; algunos de sus adversarios han colaborado intensamente e interesadamente en la destrucción del paisaje político catalán y la relación institucional hasta extremos insoportables; también deberían asumir su cuota de culpabilidad, aunque estén jubilados políticamente, y no lo han hecho.

La reconstrucción científica de estos últimos diez años (sin glosa épica ni justificación victimista), identificando en cada etapa la tergiversación argumental y las declaraciones falaces de cada parte, nos permitiría hacernos una idea aproximada del grado de manipulación al que hemos sido sometidos en este período. Esta sobredosis de sinceridad académica quizás provocaría un estado de depresión colectiva, y esto no puede ser bueno para el país. Sin embargo, tal vez actuaría de antídoto ante cualquier plan para repetir esta década ominosa.