Como sabrán los lectores, sostengo desde hace años que lo que ocurre en Cataluña es una revolución jurídica de grandes dimensiones. Para ser precisos, entiendo por tal noción la aceleración histórica en la tarea de sustituir en dicho territorio a la nación española soberana por la nación catalana soberana. A su vez, la recreación de tal sujeto implicaría la puesta en marcha de un nuevo Estado por desplazamiento (o destrucción, diría Schmitt) de la Constitución española. Estoy seguro que hoy los magistrados del Tribunal Supremo (TS) que firmaron unánimemente la sentencia del procés hace unos días, andarán rascándose la cabeza viendo cómo arden las calles en Barcelona: si todo era una broma, si todo era un enorme engaño realizado a través de diversas manifestaciones del fake ius, no se entienden las penas tan contundentes. Lo mismo para castigar la mística revolucionaria advertida por Jacques Ellul, habría bastado un tipo de desobediencia con el añadido de la inhabilitación.  

No entraré en la sentencia, no soy penalista, aunque pareciera que el conocimiento experto en la materia es crítico con la condena por un delito de sedición a los procesados: bien porque es excesivo, bien porque habría sido mejor aplicar el de rebelión. Subrayo lo de pareciera, porque aquí parece que hablamos los de siempre. En cualquier caso, el pronunciamiento del TS ha servido como detonante de graves altercados contra el orden público en Cataluña. Todo proceso revolucionario, en términos constitucionales, se puede dividir en dos fases de acuerdo a la conocida definición de Bacon: pars destruens y pars construens. Diría que en Cataluña andamos en la primera fase, aunque la segunda sería relativamente fácil de cumplimentar: se pone en vigor la Ley 20/2017 de transitoriedad jurídica y fundacional de la República y santas pascuas. La Generalitat tomaría el lugar de la administración del Estado y después negociaría algún tipo de compensación financiera, tal y como previó el Consejo Asesor para la Transición Nacional dirigido por Carles Viver.

Naturalmente, el lector sabe que hasta llegar a ese punto a los independentistas les queda mucho trecho. Tienen que persistir en su labor de arruinar el país que dirigen. También, de paso, al propio Estado español, que anda haciéndose perdonar su fascismo secular sacando momias de mausoleos en vez de consensuar reformas para defender la democracia. No basta con paralizar un Parlament que desde hace años no tiene otra función que la de contribuir a la política espectáculo. Tampoco con convertir al Govern en un órgano dedicado básicamente a la propaganda, como demuestra el patético video de Torra llamando a Sánchez con las cámaras de la televisión pública delante. Es necesario perseverar, sobre todo, en lo concerniente a la completa deslegitimación del sistema institucional. Hay un buen número de catalanes que se sienten abandonados por el Gobierno de España, sin duda: pero también existe un número creciente de ciudadanos que, por la senda de cierto nihilismo político, ya no atribuyen ninguna auctoritas a los niveles de poder que en la proximidad o en la lejanía tienen influencia sobre sus vidas. La mezcla de anarquismo y dialéctica pija da resultados sorprendentes.

La gerencia revolucionaria independentista, ese híbrido entre lo público que representan los partidos nacionalistas y lo privado que encarnan la ANC y Ómnium, a buen seguro que sabe bien hacia dónde navega el procés en estos delicados momentos. Además, pese a lo que en su momento creyó Rajoy y hoy piensan en Moncloa, el que se mueva no sale en la foto, como ha venido siendo habitual en estos años. La sentencia del TS ha llegado en una situación propicia: un Gobierno central en funciones y unas próximas elecciones generales que probablemente arrojarán un resultado altamente incierto. La investidura de Sánchez o de cualquier otro candidato no será nada fácil dado el nivel de crispación e irresponsabilidad de nuestra clase política. En definitiva, un contexto ideal para crear aquellos vacíos de poder tan presentes en la historia española: recordemos 1812, 1868 y 1931. La actual crisis catalana no es tan distinta de lo ocurrido en aquellas fechas. Se trata, en definitiva, de optar entre una democracia constitucional que garantice el gobierno de las leyes o una democracia plebiscitaria que se sustente en el gobierno de los hombres. A mí me parece que esta es la gran disyuntiva del tiempo presente: la única diferencia con el pasado es que parte de la izquierda y los nacionalistas han tomado el testigo de los antiguos reaccionarios de derechas.