No todos están por el diálogo como fórmula para hallar un punto de acuerdo para enderezar las relaciones institucionales entre Cataluña y el conjunto de España. Resulta evidente. Unos creen que ya no debe intentarse porque mentalmente ya se han instalado en la república de Marte y otros porque piensan que con una docena de condenas esto está arreglado y en caso de quedar algunos flecos se aplica un 155 para media vida y listos. Pero siendo esto grave, además nos quieren volver locos torturando las palabras para mantener sus mentiras o asentar sus aspiraciones electorales.

El último CIS reflejaba una amplia mayoría partidaria de la negociación y parece que en el Gobierno catalán, en el PDeCat y ERC hay algunos que comparten esta tesis, también los hay en el PSC, los Comuns e incluso en el PSOE, en este caso, básicamente los que trabajan en Moncloa para el Gobierno de Sánchez. Ciertamente, no existe consenso alguno sobre el contenido del diálogo y los límites del mismo, lo que dificulta enormemente el envite; y además, este núcleo de candidatos a ser señalados como traidores por sus respectivas bases (negociar y ceder se conjugan en paralelo y los puros de cada bando no admiten matices a su verdad, a veces imaginada) deben maniobrar con gran cautela porque su relación interna se caracteriza por la desconfianza. Esto pinta complicado, pero pinta, todavía, y eso justamente es lo que enardece a los adversarios del verbo hablar.

El único avance significativo es el de haber comprendido que las reuniones entre gobiernos no son el escenario adecuado para diseñar un futuro político; el Gobierno central y el Gobierno autonómico no van a arreglar el conflicto catalán porque la suya es una relación institucional enmarcada por las competencias correspondientes y la legislación vigente. Por eso, abrieron la puerta a la mesa de partidos. También el Parlament aprobó la creación de un espacio de contacto entre los grupos parlamentarios que fue desechado inmediatamente por Ciudadanos, PP y CUP, y cuya materialización por parte del ejecutivo de Torra fue errónea, porque la convirtió en una convocatoria mixta partidos-Gobierno, tal vez por tensiones entre los socios o en sus propios partidos, en todo caso, desvirtuando el sentido del diálogo entre fuerzas políticas.

La desconfianza entre los interlocutores es el principal obstáculo en estos primeros tanteos. No se fían los unos de los otros y en algunos casos ni entre los unos mismos. De esta manera, nació la idea del relator, para evitar la tergiversación, la magnificación o la ocultación de lo hablado. Esto podría solucionarse con el simple levantamiento de un acta de cada sesión, firmada por los asistentes y una dirección rotatoria del debate entre los convocados. Lo clásico, vaya.

Pero este relator les recuerda a muchos al mediador internacional exigido habitualmente por el independentismo para aceptar el diálogo, una pretensión fuera de lugar convertida ahora en una pobre excusa por los adversarios de sus interlocutores. Hay que hacer un verdadero esfuerzo para equiparar y confundir relator con mediador internacional; hay que andar muy escaso de argumentación para atribuir al Gobierno de Sánchez voluntad de traicionar nada por haber aceptado esta figura que, en todo caso, no operaría en las reuniones gubernamentales, sino en las de los partidos. Como mínimo, habrá que aceptar que los partidos organicen como gusten sus encuentros, si es que piensan que vale la pena reunirse y debatir hasta el agotamiento un problema como el que tenemos planteado.

Un relator es quien relata o refiere una cosa, ni interfiere en el fondo del asunto ni suscita contenidos a los protagonistas aunque Casado y Rivera y todo el coro de los editorialistas del desastre se empeñen en decir que esta figura vaya a representar ninguna cesión a los independentistas en detrimento del Estado. Es un simple antídoto a la desconfianza existente entre los interlocutores, por otra parte, creada a pulso durante décadas.

De un tiempo a esta parte, nos hemos acostumbrado a la manipulación más vergonzosa de la realidad; nos bombardean con análisis catastróficos de una Cataluña sin ley para reclamar un 155 o atentan a la inteligencia haciéndonos creer que no hay más solución para Cataluña que la aceptación del derecho a la autodeterminación; es una auténtica confabulación de irresponsables, como diría Jordi Amat. Lo incomprensible es que todavía hay quien se los cree.