En junio, los hogares pagarán la factura de la luz más cara de la historia. En ningún período anterior, el precio en el mercado mayorista había alcanzado una media tan elevada (78,45 euros / MWh) durante los 22 primeros días de un mes. Un importe que supera en un 68,5% el promedio mensual observado entre 2011 y 2020.

En la actualidad, las principales causas de la carestía de la electricidad tienen tanto un carácter coyuntural como estructural. Entre las primeras destaca el gran aumento del precio del gas natural y de los derechos de emisión de CO2. El primero por la rápida recuperación de la economía mundial, el segundo por su relativa escasez.

Entre las últimas poseen una especial relevancia el sistema de fijación de precios, una elevada carga tributaria y las grandes compensaciones concedidas a las eléctricas por el déficit tarifario observado entre los años 2000 y 2013. Un desequilibrio que no es económico, sino regulatorio y que pagamos poco a poco los consumidores en la factura de la luz.

El primer factor conlleva que el importe del MWh sea fijado por el método de producción cuyo coste es más elevado, siendo generalmente éste el que tiene al gas natural como materia prima. El sistema provoca que las energías más baratas, como las renovables y la nuclear, faciliten a las eléctricas una ganancia excesiva por MWh generado y les proporcionen los denominados “beneficios caídos del cielo”.

En la factura de la luz hay dos impuestos visibles y uno oculto. Los primeros son un IVA del 21% y un tributo del 5,1127% que grava el suministro de electricidad a los inmuebles. El oculto es un gravamen que recae sobre la producción realizada por cualquier instalación, cuyo tipo se sitúa en el 7%. El sistema de fijación de precios permite que las empresas trasladen este último íntegramente a los consumidores, siendo ésta una posibilidad nada habitual.

La luz no es solo onerosa respecto a meses y años anteriores, sino también en relación a los demás países europeos. En el segundo semestre de 2020, el año con el menor precio medio de la década, el importe del kWh fue el quinto más caro de la Unión Europea (0,2298 €).

Indudablemente, por todos los motivos anteriormente reseñados, por ser un servicio básico y por constituir una promesa electoral, el gobierno actual debe adoptar medidas para bajar el precio de la luz. Sus principales opciones son las siguientes:

1) reducir los impuestos. Es la elegida por el ejecutivo. Salvo gran sorpresa, el próximo jueves anunciará la disminución del IVA desde el 21% al 10% hasta final de año y la eliminación del impuesto que grava el suministro de electricidad (7%) durante el 3º trimestre. Dado su carácter temporal, ambas medidas solo son un buen parche, pero no son soluciones permanentes. Por eso, dichas bajadas de impuestos deberían prolongarse en el tiempo.

Por otra parte, me parece increíble que se grave con un tipo del 10% una comida en un restaurante y con un 21% el precio de la luz, siendo el segundo servicio para las familias mucho más necesario que el primero. Asimismo, me resulta incomprensible el distinto gravamen del agua (10%) y la electricidad, al ser ambos imprescindibles en los hogares.

2) cambiar el sistema de fijación de precios. El precio de la electricidad se establece en un mercado donde envían sus ofertas todas las empresas que la producen, con independencia de la tecnología que utilicen y el coste en que incurran. Con la finalidad de beneficiar a las compañías eléctricas y perjudicar a las familias, el importe del MWh lo fija la oferta más cara para la que existe demanda.

Dicho sistema permite a las instalaciones que no emiten CO2 cuando producen electricidad, obtener una gran prima. Ésta aparece porque una parte del precio final constituye una compensación a las centrales que utilizan gas y carbón para generarla, contaminan la atmósfera y han de adquirir en el mercado derechos de emisión de dióxido de carbono. Una situación que en ocasiones provoca que menos del 10% de la oferta fije el precio del 100% de la energía adquirida.

Una manera de evitar el anterior sobreprecio consistiría en crear un mercado para cada tecnología (hidroeléctrica, eólica, nuclear, etc.). En cada uno de ellos, si existiera la suficiente competencia, las empresas obtendrían un margen de beneficio razonable, pero nunca uno tan elevado como el que logran ahora.

El cambio de sistema necesita solventar un gran problema: la autorización de la Comisión Europea, pues ella ha sido la que ha incentivado a establecerlo en todos los países de la Unión. Para conseguirlo, es imprescindible la consecución de un gran consenso entre ellos, un objetivo actualmente bastante difícil de conseguir.

3) Crear una empresa pública productora de electricidad. En ningún caso implicaría necesariamente nacionalizar alguna de las existentes. Simplemente bastaría con que la Administración se quedara con la explotación de las centrales hidroeléctricas, cuya concesión a empresas privadas caduca en los próximos años. Una reversión similar a la que está haciendo el gobierno actual con las concesionarias de autopistas de peaje.

No sería una novedad en Europa, pues la francesa EDF y la italiana Enel son las dos principales productoras de energía en sus respectivos países. Tampoco en América, dado que en un país tan liberal como EEUU existen casi 20.000 compañías suministradoras de titularidad pública.

El objetivo de la nueva empresa estaría principalmente enfocado a la prestación de un servicio de calidad a los consumidores, el impedimento de subidas especulativas del precio de la energía durante los períodos de elevada demanda y el aumento de la producción hidroeléctrica mediante el uso de instalaciones abandonadas debido a una baja rentabilidad.

4) Liberalizar el mercado eléctrico. En 1997, el PP desreguló el mercado eléctrico español mediante la transposición de una ley europea. No obstante, no liberalizó la producción de energía, pues no introdujo ninguna competencia adicional en el mercado. Ni dividió la empresa pública (Endesa) en varias compañías privadas ni incentivó la llegada de firmas extranjeras. En la actualidad, una clara muestra de la escasa liberalización es la tenencia por parte de las cinco principales productoras de energía de una cuota de alrededor del 70%.

En definitiva, en los últimos 24 años, las normas que han regulado el mercado han pretendido favorecer a las empresas productoras de energía y perjudicar a las familias. Además, la Administración ha gravado la electricidad como si, en lugar de ser un servicio básico, fuera un producto de lujo. Por todo ello, el precio de la luz es tan elevado.

Un gobierno de izquierdas debería cambiar las reglas del juego, eliminar los beneficios caídos del cielo de las eléctricas, aumentar la competencia en el mercado y reducir los elevados impuestos que gravan la electricidad, especialmente su consumo. Por tanto, hay soluciones que permiten bajar el precio de la luz. La voluntad para hacerlo ya es otro cantar.