A micrófono abierto (por un descuido) y con el desparpajo chulesco que le caracteriza, al conocerse los resultados de las elecciones del 21D en Cataluña, Carles Puigdemont dijo: “España tiene un pollo de cojones”. Se supone  --le falta finezza-- que quería decir que España tiene un lío, un problema, con el independentismo en Cataluña. Ciertamente, no se puede negar que los catalanes y el resto de los españoles tenemos un problema con el absurdo independentista y la intoxicación de la vida social y política que ello provoca.

Pero resulta que Puigdemont ha buscado y merecido tener, él mismo, “un pollo de cojones”. Su situación personal grava con aparatosa desmesura la escena política en Cataluña, y de rebote la de toda España. Todos pendientes de ese personajillo. Si los medios no otorgaran tanta portada a sus pequeñas cuitas, pronto caería en el olvido. Su caso no preocupa, como él presume, a 500 millones de europeos. Pretende con infantilismo político que todo gire en torno a él, incluso la idea misma de Europa: “De esta manera no nos interesa Europa”, acaba de lanzar a sus manifestantes en Estrasburgo.  

Dejando de lado la épica de cartón piedra del independentismo, Puigdemont no es un exiliado político; autocalificándose como tal ofende la memoria de los miles de españoles que tuvieron que exiliarse en 1939. Es, simplemente, un prófugo en el sentido más jurídico del término, un prófugo de la justicia. No lo ven así sus muchos y crédulos seguidores, pero los hechos, que desprecian o ignoran, están por encima de las emociones. Huyó escondido en el maletero de un coche después de haber convocado a los miembros de su gobierno para “mañana por la mañana, estar en los despachos”. Los que se quedaron o regresaron de la escapada se han sentado en el banquillo de los acusados. Él corretea juguetón por algunos países de Europa, escoltado por abogados de gama y minuta alta.

Por auto de fecha 03.11.2017, la Audiencia Nacional acordó su “busca y captura e ingreso en prisión, librando orden europea de detención y entrega con fines extradicionales, para el ejercicio de las acciones penales correspondientes”. La Orden de Detención Europea fue retirada al rechazarse la entrega del prófugo sólo por malversación, el delito que había apreciado el Tribunal del Land alemán de Schleswig-Holstein al calificar los hechos, excediéndose en sus funciones. La orden nacional de detención sigue en vigor, por lo que si Puigdemont pisa suelo español será detenido.  

El juez instructor de la Audiencia Nacional dictó auto de procesamiento el 21.05.2018 contra Puigdemont por los delitos de rebelión y malversación de caudales públicos; en paladino, Puigdemont se encuentra formalmente procesado y en situación de rebeldía. Esto es un drama personal --su drama--, pero que está condicionando absurdamente la política en Cataluña.

No puede volver a España, so pena de ser detenido, y no podrá hacerlo hasta la prescripción del delito de rebelión dentro de 20 años, en octubre de 2037. Puigdemont trata por todos los medios --aplicándose sin ningún pudor ni contención la perversa máxima “el fin justifica los medios”-- de “revertir” su situación procesal. Sólo podría hacerlo entregándose a la justicia o quedando a la espera de una más que improbable amnistía.

Los miembros de su gobierno procesados y enjuiciados lo tienen más claro. Habrá sentencia presumiblemente condenatoria por la gravedad de los hechos que se les imputan, pero cumplida la condena con los beneficios que puedan recabar, quedarán en libertad y no podrán ser juzgados por los mismos hechos según el principio “non bis in idem”, que se deduce del artículo 25 de nuestra Constitución. Pero cuidado, no gozarán de bula alguna. Por la autoría de nuevos hechos delictivos  --“Ho tornarem a fer” (Lo volveremos a hacer)-- podrían ser procesados y juzgados de nuevo.  

En el fondo, Carles Puigdemont debería envidiar la suerte procesal de Oriol Junqueras y de los otros miembros enjuiciados de su gobierno a los que engañó con su huida.