Algunos analistas políticos sostienen que en España, desde la recuperación de la democracia, las victorias electorales no suelen producirse tanto como triunfos del principal partido de la oposición sino como derrotas del partido del gobierno.

Esto sería así ya desde que el PSOE alcanzó su primera gran mayoría absoluta en 1982 frente a una UCD que, tras sus dos sucesivas victorias en los comicios de 1977 y 1979 bajo el liderazgo de Adolfo Suárez, implosionó por la acumulación de conflictos internos e inquinas y deslealtades varias.

La historia se repetiría en 1996, cuando los errores acumulados por el PSOE, sobre todo durante los últimos tiempos de los catorce años de sucesivos gobiernos socialistas presididos por Felipe González, condujeron al PP de José María Aznar a la Moncloa.

No parece que haya duda alguna de que el inesperado triunfo electoral de José Luís Rodríguez Zapatero en 2004 tuvo entre sus más decisivos factores desencadenantes la falaz y pésima gestión comunicacional que el PP llevó a cabo al intentar atribuir a ETA la autoría material de los criminales atentados terroristas del 11M en Madrid, un intento que colmó y desbordó los límites de la paciencia de una ciudadanía que ya se había sentido previamente engañada con la guerra de Irak, el caso del Yak-42 o el desastre ecológico del Prestige.

La notoria incapacidad del gobierno socialista para reconocer la inminencia y enorme gravedad de la gran crisis financiera y económica mundial, sin intentar siquiera enfrentarse a ella desde unas posiciones moderadas y no necesariamente tan traumáticas, hizo posible en 2011 el regreso del PP al gobierno, con Mariano Rajoy como presidente.

Solo la combinación de errores cruzados de los entonces dos nuevos partidos emergentes, Podemos y Ciudadanos, permitió que no hubiera luego, ya en 2015 o 2016, un cambio de gobierno. No obstante, la interminable sucesión de todo tipo de escándalos de corrupción del PP, así como sus políticas restrictivas de derechos y libertades y su incapacidad más que manifiesta para abordar desde la política un conflicto de Estado tan grave como el planteado por el separatismo catalán, acabaron dando como resultado el triunfo, por primera vez en los ya cuarenta años de nuestro actual sistema democrático, de una moción de censura constructiva y, con ello, la sustitución de Mariano Rajoy por el socialista Pedro Sánchez.

La victoria de la moción de censura presentada por Pedro Sánchez constituye en sí misma la representación más cabal de la tesis según la cual en la actual democracia española no suele ser la oposición quien gana unas elecciones sino que es el gobierno quien suele perderlas por la acumulación de sus propios errores.

La humillante derrota de Rajoy queda para siempre como un elocuente ejemplo de ello, con los únicos apoyos de los 134 votos del propio PP y, de modo tan incomprensible como insólito, los 32 de Ciudadanos. La concurrencia de tantos y tan dispares votos a favor de Pedro Sánchez –los 180 de PSOE, Unidos Podemos y sus confluencias, ERC, PDeCAT, PNV, Compromís, Bildu, NC...– únicamente es comprensible o explicable por el amplio y muy diverso rechazo provocado por las políticas impuestas por el PP durante sus últimos siete años de gobierno.

Sostener esta tesis no implica que cualquier tipo de alternancia o cambio en el gobierno se produce en España única y exclusivamente como consecuencia de la acumulación de errores por parte del partido gobernante. Sin duda se trata de un factor importante, en ocasiones incluso decisivo, pero en modo alguno es este el elemento fundamental que explica victorias y derrotas electorales. La cada vez mayor complejidad del mapa parlamentario español, que no es ya bipartidista y tiende hacia la configuración de un amplio y diverso espectro de representaciones ideológicas, políticas y también territoriales, reduce además esta relación entre los errores gubernamentales y su consecuencia directa en las urnas.

Metidos de lleno ya en la campaña de estas nuevas elecciones convocadas para el próximo día 28 de abril, parece que se confirma la tendencia seguida como mínimo desde 1982. Todas las encuestas conocidas hasta ahora apuntan a un triunfo electoral del PSOE, a una fragmentación del voto de las derechas entre PP, Ciudadanos y Vox –con todo cuanto esto puede conllevar de dispersión e incluso pérdida de representación parlamentaria para el conjunto de las derechas, en el Congreso y sobre todo en el Senado–, a una reducción sensible de los apoyos para Unidas Podemos y sus confluencias, un cambio significativo en la correlación interna de fuerzas en el seno del independentismo catalán, el mantenimiento del sostén del nacionalismo vasco…

El mapa parlamentario que se desprende de todos los sondeos que conocemos apunta a la más que previsible reelección del socialista Pedro Sánchez como presidente del Gobierno, con unos apoyos propios sensiblemente superiores a los de los 84 escaños que obtuvo el PSOE en los últimos comicios generales y, lo que me parece mucho más importante e interesante, con mucho terreno por ocupar por dejación de sus adversarios.

La dispersión del voto entre las tres derechas, su desbocado enfrentamiento entre ellas y la sucesión de despropósitos y proclamas de algunos de sus candidatos están dejando al PSOE un amplio terreno por ocupar en el centro; en especial, claro está, en lo que hasta hace apenas un año todavía fue el campo de unos Ciudadanos que se proclamaban del centro-izquierda y de la socialdemocracia, pero que ahora no solo se manifiestan sino que incluso colaboran institucionalmente con la derecha extrema de Vox.

Otro tanto sucede, sin duda con menor intensidad, en el flanco izquierda, con Unidas Podemos desnortadas y sin la capacidad de arrastre demostrada desde su todavía reciente irrupción en nuestro universo político institucional. Con una evidente fatiga de materiales, unos enfrentamientos internos tan infantiles como cainitas, una incapacidad manifiesta para reconocer los errores propios y unas supuestas urgencias históricas que están en la base de casi todas sus equivocaciones estratégicas, deberán esforzarse en plantar cara a los vientos adversos y recuperar cuanto puedan del apoyo perdido, aunque para ello deberán enfrentarse a la lógica tendencia al voto útil progresista, estimulada sin duda por el temor a una Santa Alianza de las tres derechas.

Algo muy similar les sucede a las formaciones representantes del secesionismo catalán. Se enfrentan ahora al reto de intentar salir del atolladero en el que ellas mismas se sumieron al impedir que el gobierno socialista de Sánchez pudiera aprobar los Presupuestos Generales del Estado. Encalladas ambas en sus propias pulsiones de pugnas internas, con un calendario en el que se mezclan tanto el gran juicio al procés en el Tribunal Supremo como las posteriores elecciones municipales y europeas, ERC y PDeCAT, o como sea ahora el nombre bajo el que se presente lo poco que queda de la antigua CiU, han dejado un hueco político, el del catalanismo político moderado y pactista, que abre otro terreno en el que el PSC puede recuperar gran parte del voto perdido durante estos últimos años.

Dicho todo esto, se equivocaría el PSOE, y con él también el PSC, si diese ya el oso por cazado. Es mucho el terreno político vacío por los errores ajenos, pero este terreno puede seguir vacío o pasar a ser ocupado. Para que pueda ser ocupado es imprescindible la recuperación plena de la autonomía del proyecto socialista, con un programa inequívocamente socialdemócrata y de progreso económico y social, de recuperación de derechos y libertades, de claros avances en políticas de regeneración política, de promoción de la igualdad, de lucha contra el maltrato infantil y de género, de combate efectivo contra el cambio climático, de profundización del actual sistema autonómico hacia un proyecto federal, de una asunción real de la pluralidad cultural y lingüística de la España de ahora.