La literatura sobre la crisis de la democracia corre pareja a la desafección de parte de la ciudadanía de las sociedades occidentales con los sistemas de representación política. Se critica las leyes electorales, la falta de sintonía con los representantes elegidos, las polémicas interminables de descalificaciones de unos partidos sobre otros, la falta de rigor en los análisis donde se disparan afirmaciones o negaciones sin comprobar su veracidad para desgastar a los adversarios, o que los encargados de los asuntos públicos estarían más atentos a su propia supervivencia que por resolver los asuntos planteados.

Todo se pone en cuestión, con la sensación cada vez más extendida de que la democracia no resuelve los problemas, y solo cabe, a derecha o izquierda, plantear alternativas que agiten al personal cuestionando el sistema vigente, en parte o totalmente, con el propósito de superar las deficiencias.

Empieza a ponerse en entredicho si el sufragio universal es la mejor manera de conseguir la representación política adecuada, como en los sistemas electorales censitarios del siglo XIX o de los partidos únicos que creían representar la voluntad del pueblo con la exaltación de un líder.

China es una variante que tiene unas bases teóricas en el marxismo-maoísmo para más de 900 millones de habitantes, con un desarrollo económico imprevisto y una potencia extendida por todos los continentes. Es la vía socialista al capitalismo, donde el control del Estado y la seguridad predominan sobre las libertades democráticas, tal como las entiende Europa y América, lo que conocemos como civilización occidental. Se cuestiona, entonces, si el desarrollo económico lleva necesariamente aparejado la democracia.

En otros casos se utilizan los mecanismos democráticos para alcanzar el poder, subvirtiendo los resultados, amenazando o eliminando a los contrarios, como en Nicaragua o Rusia. Después practican políticas que rompen los consensos alcanzados, controlan las instituciones del Estado en su favor o restringen la libertad de asociación, prensa y opinión. Así actuó Trump, Bolsonaro, Chaves o Maduro, con matices según la tradición y las estructuras democráticas de sus sociedades. No es lo mismo cómo alcanzó la presidencia Trump que Ortega o Maduro.

Desde 2006 The Economist valora la calidad democrática mediante un índice, que ha sido cuestionado, que va del 0 al 10, aplicando distintos parámetros en 166 países (no se incluye a los 193 reconocidos por la ONU por ser pequeños o escasamente poblados) con un promedio ponderado: la calidad de los procesos electorales, el pluralismo político realmente existente, las libertades civiles admitidas, el papel de los gobiernos, las formas de participación política, y el nivel de cultura política. Noruega, Canadá, Suecia, Nueva Zelanda, Islandia, Finlandia y Dinamarca alcanzaron en 2020 la puntación más alta, más de 9 puntos, mientras que Corea del Norte solo llegaba al 1,08.

Tras la crisis de 2008, 13 países sufrieron alteraciones en su puntación, y de ellos 11 retrocedieron, como Francia e Italia, dentro de la clasificación establecida: democracias plenas (de 8 a 10), democracias imperfectas (de 6 a 7,9 ), sistemas híbridos (de 4 a 5,9) y sistemas autoritarios (por debajo de 4). España en 2020 obtuvo un 8,12, y a pesar de lo relativo del índice existe una incertidumbre sobre el progreso de la democracia por la constatación de cierto retroceso en las libertades en los medios y la desconfianza en las instituciones y los partidos (léase a D. Stasavage Caída y ascenso de la democracia, Turner, 2021).

Ello ha dado lugar a la calificación de populismo para aquellas políticas que pretenden, desde ideologías contrarias, dar soluciones que los partidos tradicionales no saben, o no quieren, plantear. Mientras, la Academia discute qué debe entenderse por populismo, y no hay semana, o mes, que no se publique un artículo o un libro sobre el tema. La bibliografía es tan abundante que resulta difícil de abarcar, y provoca una indefinición sobre su significado. Desde la sociología, la historia, la llamada teoría política o el ensayo, se intenta su clarificación, sin consenso suficiente.

Unos destacan que es consecuencia de unas élites políticas y sociales tradicionales estancadas ante los cambios sociales, como una manera de cuestionar su ineficacia y pretender que la voz del “pueblo” --así, en abstracto-- sea tenida en cuenta para dar repuestas a las demandas. Otros diagnostican que el populismo promociona soluciones simples a problemas complejos, sin especificarlos, o plantean propuestas que parezcan aceptables para una mayoría o sector social sin considerar si es posible aplicarlas.

Se produce así una presión política sobre los técnicos e investigadores para que se afanen por conseguir soluciones a los problemas vigentes, sin tener en cuenta el tiempo y los recursos necesario para conseguirlo. De tal forma que, al final, todos los partidos, los tradicionales o los nuevos, utilizan mecanismos populistas para conquistar el voto, con propuestas de difícil cumplimiento. No es fácil encontrar dirigentes que se atrevan a manifestar que hay problemas que, hoy por hoy, no tienen solución. O que las soluciones pueden resultar favorables para unos sectores y perjudiciales para otros, y valorar si eso permite implantarlas por los costos sociales que implican.

Todo ello conduce a una cierta incertidumbre en la dinámica de la Unión Europa actual con distintas tendencias centrípetas y centrífugas: 1) la relación entre Estado unitario y Estado descentralizado (lo que comúnmente se llama federalismo o municipalismo); 2) la aspiración a nuevos estados; 3) la controversia sobre la preponderancia de la legislación europea sobre la de los estados miembros; 4) el control de la emigración; 5) el multiculturalismo; 6) la aceptación de fórmulas familiares diferentes a las tradicionales; 7) el cuestionamiento hacia una mayor unidad social, jurídica, fiscal y política; u 8) la relación con Rusia, que forma parte de la cultura occidental, donde su territorio y su hinterland superan al de la Unión Europea.