El coma inducido es un estado de coma temporal provocado por una dosis controlada de un fármaco barbitúrico. La mecánica de esta terapia médica consiste en reducir el riego sanguíneo del cerebro con la esperanza de evitar (o disminuir) un daño irreversible por la hinchazón intracraneal asociada a la enfermedad en curso, como puede ser un trauma.

Mutatis mutandi, resulta tentador la analogía con las recientes medidas del gobierno a raíz de la actual pandemia COVID-19, a sumar a otras imágenes más recurrentes como "parar el tren” o “el barco" de la economía. Los recientes R.D. de Estado de alarma, así pues, serían dosis de un fármaco barbitúrico graduadas en función de cómo reacciona la curva de infecciones en plazos de quince días. No en vano, la autoridad delegada, al frente también de la política económica en esta coyuntura, es el Ministerio de Sanidad.

Se pretende, en esta ocasión, eludir el nivel catastrófico de “hipertensión del sistema hospitalario” del país con la función de escalonar lo inevitable: el contagio masivo de los ciudadanos en el proceso natural de inmunización comunitaria. El fin último es poder salvar más vidas con los recursos finitos disponibles y ello pasa por aplanar la dichosa curva epidemiológica, ahora en crecimiento exponencial, dilatando el lapso temporal en la duplicación del número de contagios.

Ganar tiempo al tiempo, a la espera de ese milagro laico a que nos acostumbró el siglo XX: la vacuna. Éste es un instrumento de la inmunidad activa que se basa en la técnica biomédica de “domesticar” letales seres microbianos que vienen azotando nuestra especie en sus más de 100.000 de años de existencia. En el Neolítico aprendimos a usar potros salvajes y lobos, seleccionarlos en función de nuestras necesidades, si bien sólo desde finales del siglo XIX empezamos a desentrañar los secretos de ese otro mundo microscópico cuyo protagonista hoy se denomina SARS-CoV2. De la familia de los coronavirus recientes: SARS-CoV, MERS-CoV y otros como el que asoló Europa en 1918, estamos antes la cara vírica no deseada de la mundialización, de la globalización: el planeta se ha hecho más pequeño en magnitud tiempo también para los gérmenes que viajan con nosotros.

La primera dosis de barbitúrico, el RD del 14 de marzo, redujo al 60% el flujo sanguíneo en vías y espacios públicos, y en esas semanas se promovió el “teletrabajo” desde el confinamiento domiciliario, si bien no todas las actividades pudieron adaptarse a ello en igual medida que lo hicieron la educación pública o ciertas tareas administrativas (y es que las impresoras 3D son una monería todavía). El tsunami de contagios ha seguido creciendo según todas las curvas regionales, encabezadas por el llamado “agujero negro” de Madrid, mientras los niveles de hipertensión del sistema hospitalario empiezan a mostrar riesgo de infarto en éste y otros puntos (Cataluña, País Vasco…). Así las cosas, la terapia se ha tenido que reforzar con una segunda dosis del fármaco al cabo de quince días, que se aproxima a un “parón en seco" del flujo económico o suspensión de actividades "no esenciales”. Se profundiza el coma terapéutico.

Muchos han perdido sus trabajos, otros ven en riesgo sus empresas, todos hemos cedido mucho ya al poner nuestros derechos fundamentales en cuarentena, con la esperanza de más seguridad y, en especial, para nuestros familiares más vulnerables. No es nada cómodo el confinamiento coercitivo, no es nada tranquilizador esta cesión temporal, por ello los sistemas constitucionales someten al todo poderoso ejecutivo también en estas circunstancias a supervisión bajo el viejo principio del ckeck and balance que, en España en estas situaciones excepcionales, está programado para cada dos semanas (otras democracias son más laxas en estos plazos). La prensa, como garantía última, continúa en su estado de alerta idiosincrático tanto en en el día a día como más que nunca en momentos como éste.

Sin duda, toda terapia debe asumir una serie de riesgos, descontados de partida los efectos secundarios previsibles. Por ello también este tratamiento, el médico y el colectivo, no está libre de controversia. Algunos gobernantes narcisistas lo rechazaron, escoltados igualmente por eminentes asesores científicos, para terminar pocos días después por sumarse a regañadientes a la terapia del coma inducido. Unos días muy valiosos de anticipación dilapidados. Cabe decir que tanto estos inductores al suicidio colectivo como los otros dirigentes más sensatos, con sus respectivos equipos de expertos de diferentes disciplinas, todos han dudado al menos en el cuándo empezar y en la dosis de narcótico que el país pudiera admitir sin provocar consecuencias no deseadas de difícil reparación. Gobernar es tomar decisiones sobre un sistema de variables tanto o más complejo que el de un quirófano, sin disponer de un fiable electroencefalograma de la sociedad, sin un protocolo contrastado por un colegio profesional y en equilibrio sobre la delgada línea roja de toda carrera política: los moral hazards.

Por su parte, los asesores del gobernante no se juegan la salud (salvo unos contagios fortuitos) como sí lo hacen a diario los equipos de sanitarios que actúan a modo de dique comunitario ante los tsunamis víricos. Entre estos expertos sanitarios, juristas, en comunicación…, también los ineludibles técnicos de la economía, profesionales cuyos más mediáticos miembros coinciden en dos ideas: es una crisis de demanda y la recuperación será corta. A partir de aquí, la imaginación de inspiración schumpeteriana se dispara: un rebote en V, en U o, para los agoreros, en L japonesa. Sea por este virus ahora o por la “bacteria” de la desregulación desencadenante de la crisis de 2008, la economía de mercado gusta de las W a largo plazo.

Pero más allá del dibujo final, frente a la terapia liberal-austericida ad maiorem gloriam de la ortodoxia monetaria que había privatizado las ganancias y socializado las pérdidas, los gestores de las políticas públicas en materia económica tienen en estos momentos una oportunidad de oro para interiorizar una lección que están dando médicos y sanitarios en nuestros atestados hospitales: todos y cada uno de sus pacientes son sistémicos para sus familias y el país. Debemos contar con todos para evitar que un coma irreversible termine con la democracia en esta época de miedos colectivos y curvas de desigualdad.