Un ilustre magistrado manifestaba recientemente su preocupación por la conversión del Estado de derecho en Estado de opinión. España es un Estado de derecho como tal proclamado en el artículo primero de la Constitución de 1978. Ciertamente el rigor del derecho con la precisión de su discurso conceptual y semántico está siendo deconstruido por las termitas del relativismo que ya ha hecho mucho daño en el ámbito de la verdad científica de la historia. Todo parece susceptible de interpretación incluso frente a la implacable ortodoxia de la letra del derecho. El andamiaje conceptual de la Constitución de 1978 plantea objetivamente no pocas lagunas e imprecisiones. La propia polisémica interpretación del contenido del celebérrimo artículo 155 así lo refleja y, desde luego, la oscura delimitación de las "nacionalidades y regiones" en los primeros artículos de la Constitución ha sido fuente de no pocos problemas. Pero, quizás, efectivamente, la mayor amenaza que parece cernirse sobre el Estado de derecho es el desparrame de la opinión pública que otorga supremacía a los medios como el auténtico Gran Poder y banaliza los principios angulares del derecho.

El siglo XX supuso el estallido de la opinión pública en la política. Fue precisamente en el Diccionario de la Real Academia de 1925 cuando apareció por primera vez reflejado el término opinión pública definida como "sentir o estimación en que coincide la generalidad de las personas acerca de asuntos determinados". La generalidad, menuda palabra. Ciertamente en los años 30 se debatió mucho en España sobre el significado de la opinión. Ortega en La rebelión de las masas se refería a "la masa del público, ese tremendo monstruoso animal primitivo que se llama opinión pública". Azaña, que en el fondo era tan elitista como Ortega, en plena euforia republicana glosaba lo que él llamaba "régimen de opinión".

En la plaza de toros de Bilbao en abril de 1933, Azaña pronunció retadoramente: "He aquí la opinión pública. ¿Dónde están ellos?". Ese presunto monopolio de la opinión pública perdió a muchos y la amargura del último Azaña es el fruto de, entre otras razones, haber descubierto la relatividad de la opinión. Llegó el franquismo que hasta los años 60 del siglo XX temió mucho a la opinión pública. Nunca consultó con ella. El censor Arias Salgado escribía en 1956: "La triste verdad es que la opinión pública se ha mostrado destructoramente equivocada en todas las coyunturas históricas importantes".

El rigor del derecho con la precisión de su discurso conceptual y semántico está siendo deconstruido por las termitas del relativismo que ya ha hecho mucho daño en el ámbito de la verdad científica de la historia

Con Fraga, llegó la sociología, el Centro de Investigaciones Sociológicas y la opinión se hizo carne de consulta. Lo cuantitativo comenzó a obsesionar. Emergió el interés por la opinión, identificada con la estadística. Eduardo Haro Tecglen significativamente definía la opinión pública como "la mayoría comprobable de coincidencias sobre un tema determinado en una nación". La primera facultad de Políticas y Sociología se creó en Madrid en 1973. En el marco de la transición política se produjeron los grandes debates en torno a la opinión pública y la publicada porque entonces lo que preocupaba era el llamado "Parlamento de papel" y el control de los medios a través de la propaganda.

Hoy, estamos en otro escenario. Internet, como ya pronosticó Umberto Eco en 1964, nos ha dividido entre los apocalípticos y los integrados en los medios de comunicación de masas. Hoy los gobiernos gestionan a partir de los sondeos, deciden en función de las emociones populares, las leyes las moldean los mercados consumidores, las ideologías de derechas o de izquierdas se tiñen de populismo tan lenguaraz como banal y cargado de tópicos... Y el derecho, efectivamente, navega entre los peligros de la dictadura de la opinión y la dictadura del poder establecido. La blogosfera hoy marca la pauta de la conducta política. Significativamente ya lo decía Eco en el año 2011: "Internet es un mundo salvaje y peligroso. La inmensa cantidad de cosas que circulan por la Red es mucho peor que la falta de información. A largo plazo el resultado pedagógico será dramático. Veremos multitudes de ignorantes usando internet para las estupideces más diversas". Y acaba con una recomendación que hoy sería motivo de escarnio de su figura: "Ahí queda una sugerencia para las universidades: elaborar una teoría y una herramienta del filtro que funcione para el bien del conocimiento. Conocer es filtrar".

Hoy la opinión pública está protagonizada por ese singular sujeto político que es "la gente". ¿Quién puede filtrar esa opinión?