El exilio ha constituido históricamente en España una realidad muy triste, con una incuestionable carga emocional, como subrayaba María Teresa León cuando hablaba de la "tristeza de no saber dónde morirse", o Luis Cernuda cuando definía el exilio como "tener tu cuerpo en un sitio y el alma en otro". El exilio implica identidades rotas y desarraigadas que recuerdan permanentemente sus raíces en busca de una España para los exiliados perdida, una espera ansiosa de la muerte del responsable de la situación (se llame Fernando VII o Franco), un testimonio de la vocación guerracivilista y cainita de nuestro país.
Según Kamen, habría habido a lo largo de la historia de España unos tres millones de exiliados, desde los judíos a los republicanos pasando por moriscos, austracistas, jesuitas, liberales, carlistas, afrancesados... La cifra más abundante del exilio es la de los republicanos, cuyo punto de partida cronológico se sitúa en los meses de febrero y marzo de 1939, tras la caída de Barcelona el 26 de enero de este año. La cifra, según Alicia Alted, subiría a unos 440.000, de los cuales el 36,5% serían catalanes. La patética deriva de los exiliados ha sido bien cubierta por una bibliografía inmensa entre las que destacan las aportaciones de Jordi Canal o Francisco Caudet, por citar algunas de las obras más relevantes. En el momento en que escribo este artículo, permanece en Bruselas como presunto exiliado el hasta hace unos días presidente de la Generalitat Carles Puigdemont.
Llamarle exilio a la estancia de Puigdemont en Bruselas constituye una de tantas distorsiones de la realidad (vulgarmente llamadas mentiras) que se vienen ejecutando por el independentismo con increíble frivolidad. Los guardaespaldas que lo protegen, la acomodada situación de la que goza junto con sus exconsellers, la locuacidad incontrolada de la que hace gala, su cotidiana exhibición pública... le convierten en el antídoto del exiliado, del refugiado político. ¿Qué Estado europeo hoy habría asumido una DUI sin el consiguiente castigo democrático a sus responsables?
Llamarle exilio a la estancia de Puigdemont en Bruselas constituye una de tantas distorsiones de la realidad (vulgarmente llamadas mentiras) que se vienen ejecutando por el independentismo con increíble frivolidad
La comparación no ya con los otros exmiembros del Gobierno catalán, hoy apresados, sino con los exiliados catalanes que debieron forzosamente salir de Cataluña en los años republicanos debería herir la sensibilidad de cualquier catalán nacionalista. Recuérdese a Companys exiliado en febrero de 1939. Había sido apresado tras la balconada de octubre de 1934 con condenas de treinta años y en la práctica sufrió año y medio de cárcel por el curso de los acontecimientos. El triunfo del Frente Popular supondría su liberación. Una vez en Francia, Companys no quiso trasladarse a otro país a pesar de la amenaza nazi, en atención al problema de su hijo Lluiset, enfermo de esquizofrenia. Tras la ocupación de Francia, sería apresado por la Gestapo y extraditado a España donde sería fusilado en octubre de 1940. Companys ha suscitado juicios admirativos y juicios críticos pero nadie cuestiona su coraje moral, su valentía a la hora de asumir la realidad, la trágica realidad. Tampoco Puigdemont se acerca al ejemplo que pudo darle Carles Rahola que escribió luminosas páginas sobre el exilio, cuya casa de Girona fue lugar de acogida de muchos que transitaban hacia el exilio, que se fue momentáneamente a Francia pero quiso volver para ser detenido en febrero de 1939 y fusilado un mes después.
¿Qué ejemplo ha podido tener Puigdemont al huir a Bruselas? El president Macià estuvo varios veces en diversas estancias en esta ciudad entre 1927 y 1931. Desde Bruselas planificó el pintoresco golpe de Prats de Molló que fracasó en la misma medida que le otorgó gran eco mediático. Después de una estancia americana, recaló en Bruselas donde lanzó la proclama Al poble de Catalunya. Proclamaría el 14 de abril de 1931 la República catalana dentro de la Federación de Repúblicas Ibéricas y moriría en aura de santidad en la navidad de 1933. ¿Pretende imitar Puigdemont los sueños febriles conspiratorios de Macià o la singular capacidad para el esperpento catalán del "avi"?
Puigdemont no es un exiliado, es un prófugo que ha intentado a toda costa evitar la acusación de traidor, negándose también a caer en la condición de mártir. Ni traidor ni mártir. Simplemente un oportunista de la política
Lo cierto es que Puigdemont no es un exiliado, es un prófugo que ha intentado a toda costa evitar la acusación de traidor, negándose también a caer en la condición de mártir. Ni traidor ni mártir. Simplemente un oportunista de la política, ansioso por no perder el poder por más que lo hubiera retóricamente despreciado, obsesionado por demostrar su dominio de lenguas, su capacidad para adaptar el argumentario independentista a cada coyuntura. De lo sublime a lo ridículo solo hay un paso. Puigdemont escogió Bruselas por su ambivalente condición de capital de la Unión Europea y de capital de un Estado muy frágil sólo sostenido prácticamente por la presencia de la monarquía. Ha intentado fustigar la Unión Europea con declaraciones eurófobas y lo único que ha conseguido es agravar la difícil situación del Estado belga activando el tumor del nacionalismo flamenco. No ha conseguido romper España pero amenaza con romper Bélgica.
Tengo la convicción de que el prófugo Puigdemont se adapta muy bien al arquetipo catalán que dibujara Josep Pla en los años 60 y que ha exhumado Francesc Montero: "El catalán es un fugitivo. A veces huye de sí mismo y otras, cuando sigue dentro de sí, se refugia en otras culturas, se extranjeriza, se destruye. Escapa intelectual y moralmente. A veces parece un cobarde y otras un ensimismado orgulloso. A veces parece sufrir de manía persecutoria y otras de engreimiento. Alterna constantemente la avidez con sentimientos de frustración enfermiza. Aspectos todos ellos característicos del hombre que huye, que escapa. El catalán se evade, no se suma a nada, no se compromete con nadie...".