En 1968, al entonces presidente del Fútbol Club Barcelona, Narcís de Carreras, se le ocurrió una definición de su equipo de fútbol, que ha hecho historia: “El Barça és més que un club”. La idea se ha convertido en el eslogan típico y tópico de la vocación de trascendencia social y política del Barça. Manuel Vázquez Montalbán, con sus artículos de la revista Triunfo, desde 1969 consolidó la presunta significación del Barcelona como “ejército simbólico desarmado de catalanidad”. Y a partir de esta construcción intelectual, se ha hecho un relato de la historia del club en la que se han subrayado sus presuntas connotaciones ideológicas polarizando la atención en el exilio del fundador, el suizo Joan Gamper, en el marco de la dictadura de Primo de Rivera, la ejecución del que fue su presidente Josep Sunyol en agosto de 1936, y la pretendida identificación emocional de los seguidores del Barça con el procés independentista catalán. Se olvida a este respecto la larga serie de presidentes de ideología franquista que ha tenido el Barça desde el año 1953 en que pudieron ser elegidos (José Luis Núñez, al que no creo se le pueda considerar antifranquista, fue presidente de 1978 al 2000), que el gran líder durante 20 años del equipo, el argentino Lionel Messi, no ha querido hablar una palabra en catalán desde que aterrizó en Barcelona a los 13 años, y naturalmente que el espectro social universal de seguidores o de fans del equipo de fútbol nada tiene que ver con el seguidismo nacionalista catalán.
A pocos días de las elecciones a la presidencia (están previstas para el 7 de marzo), cabría recordar aquí que, efectivamente, el Barça y los tres candidatos a presidir el club encarnan la curiosa simbiosis retroactiva de la situación actual de la sociedad catalana y de su club emblemático, hasta el punto de que el equipo hoy constituye una auténtica traslación metafórica de la coyuntura histórica que vive hoy Cataluña. La primera evidencia es la percepción de la profunda decadencia socioeconómica y deportiva que vive el club, abrazado a unas instituciones en declive y a una sociedad empobrecida que solo vive de la nostalgia. Las cuentas de la Generalitat y del FCB reflejan una misma realidad de déficit, deuda y hundimiento económico. La inutilidad de la clase política que nos gestiona el país es el correlato de la mediocridad de la plantilla y el fracaso de sus dirigentes.
El viejo victimismo que arranca del famoso “robo de Di Stéfano” en 1953 por el Real Madrid, antecedente remoto del “España nos roba” y que se había repetido durante tantos años con la descalificación global de los árbitros por su presunto madridismo, en la última década se habría sustituido por el supremacismo narcisista fundamentado en el ídolo argentino. Messi no solo introdujo en Cataluña sus extraordinarios dotes como futbolista, sino que contribuyó a desarrollar la mitomanía tan obsesiva en su tierra de procedencia. De manera que en Barcelona se ha vivido de las glorias del aporte del genio, sin la menor conciencia de las hipotecas contractuales que conllevaba ni, sobre todo, de la propia evolución biológica de las personalidades individuales. El sueño de la razón produce monstruos y, desde luego, esos monstruos mentales han afectado tanto al club hiperdimensionando su significado como a los políticos catalanes a los que parece solo bastaba mecerse en los éxitos deportivos. El rosarino que siempre ha contemplado con distanciamiento las expectativas independentistas de sus admiradores, ahora está a punto de irse con el síndrome amargo de que ya solo es un símbolo de la nostalgia de una Cataluña incapaz de asumir la realidad frente a los desparrames emocionales. Son siempre penosos los otoños de los patriarcas, porque abren paso a transiciones difíciles de gestionar. Pero, en este caso, especialmente difíciles cuando tenemos en el poder político catalán las fuerzas vivas de unos delirios imaginativos de independencia política que dicen odiar la España deportiva que quieren liderar.
La trayectoria deportiva del Barça se ha desenvuelto en las últimas décadas entre la Holanda de Cruyff y la Argentina de Messi. El legado orangista holandés ha contribuido a alimentar el relato antiespañol y los arquetipos de la leyenda negra. El legado peronista ha reforzado la construcción de los mitos de héroes y mártires del imaginario nacionalista catalán. Me temo que hoy ambas herencias están ya gastadas y de su patrimonio queda ya muy poco. Solo un réquiem autocrítico común del fútbol y de la política permitiría la salida de la agonía socioeconómica y deportiva que vive Cataluña hoy y su presunto “ejército desnortado del Barça”.