Nadie merece el olvido en las prisiones, ni la celda como solución, pero la mayoría social quiere reverdecer un país de imaginería y estética. El fallo del Tribunal Supremo, que es fuente de Derecho –no lo olvidemos—, dicta la norma de convivencia con una sentencia que desdibuja la reforma del Código Penal del Gobierno aprobada en el Congreso. La contrarreforma de la sala de casación modifica los arreglos de Sánchez en la mesa de negociación. Así funciona el orden constitucional: Oriol Junqueras está inhabilitado hasta 2031 y sus manos derechas en la creación de la Agencia Tributaria Catalana –verbigracia, estructura de Estado del procés—, Lluís Salvadó y Josep Maria Jové, sufrirán la misma suerte si solo se les aplica la versión suave de la nueva malversación.

La reforma del Gobierno resumió que los exdelitos de sedición “solo serán constitutivos de delito si van acompañados de violencia o intimidación”. Pero los magistrados de la sala segunda del Supremo, que preside Manuel Marchena, consideran que la eliminación de la sedición abre la puerta a la impunidad.

Francamente, hubiese sido difícil soportar, dentro de pocos meses, una nueva campaña electoral de Junqueras. Cada vez que este líder aparece en la escena pública, el mal gusto o la fácil francachela que todo lo confunde embargan el humor de la gente. Él promete un futuro lóbrego, cargado de emoción por la tristeza de la patria en peligro. Ha inventado un Gólgota allí donde la gente corriente solo quiere felicidad y progreso.

El Supremo le lee la cartilla a Sánchez y el más perjudicado resulta ser ahora Puigdemont. Si es extraditado, le aplicarán el tipo agravado de malversación y puede enfrentarse a una condena de 12 años de prisión y 20 de inhabilitación. Por su parte, Junts abre un paréntesis forzoso en busca de chambelán al comprobar que Jordi Turull cae también inhabilitado. Antes de concretarse la ejecución del fallo, se percibe ya la aclamación de Josep Rull como sustituto, siempre que este último consiga salir vivo de unas primarias de su partido con las que Jordi Sànchez quiere arrebatarle la presidencia a Laura Borràs.  

Es el laberinto catalán, una encrucijada hecha de intenciones, objetivos inalcanzables, inventos legislativos –las leyes de desconexión de Carles Pi-Sunyer, presidente de Consejo Asesor para la Transición Nacional y exvicepresidente del Constitucional—, sentencias condenatorias y ruina económica tras la fuga de miles de empresas.

Puede que vuelva ya el tiempo de las tertulias y las cenas sin fronteras. No anunciamos un regreso a la correspondencia en tinta, pluma y papel, pero pronto viajaremos del periodismo a la diplomacia sin pasar por la política territorial, manejo de los mediocres. Volverá el humor, en solaz comunión con la moda, el buen hacer y el mejor vestir. Alumbramos el regreso de la verdad, la dulzura, la reserva, la melancolía, el gusto por la compañía y la costumbre. Todo es posible si abandonamos la conjura de los necios que ensombrece nuestro futuro. “Perdonemos la intención si no podemos perdonar la acción”, dice El cantar de los cantares.

El viaje indepe a la desesperanza nos ha dejado las manos vacías. Hemos entrado en el clásico tiempo sostenido de las novelas kafkianas, en las que nunca ocurre nada a la sombra del Castillo. A cambio de Junqueras, el falso Papa republicano con palio, roquete y muceta, solo nos queda Pere Aragonès, descendiente lejano de Mazarino, aquel cardenal francés, prudente como las serpientes y sencillo como las palomas. Aragonès es carne de institución, vicario de su propio cargo, titán de la intermediación, representante legal del dueño, testaferro del poder, último camarlengo.