Ha empezado la última escena de un gran Auto de Fe. El sacco di Roma, en la época del Papa Clemente, se queda corto frente al saqueo institucional que soporta Cataluña a costa de los hiperventilados. Ayer, en la comisión del Parlament sobre la aplicación del 155, Oriol Junqueras utilizó el tono curón del monaguillo que se ha bebido el vino de misa y es interrumpido en plena siesta. Sabíamos que le iba el país de sacristía devoto de Frascuelo y de María; pero ahora, se muestra como el aspirante a obispo que pide apoyo para abordar el quitlibet audendi potestas (el derecho de atreverse a todo) y a los demás que les parta un rayo. Ayer habló así de claro: “Habrá otra convocatoria como la del 1 de octubre de 2017; lo volveremos a ejercer”. Y no se lo pierdan cuando verbalizó que “a lo largo del siglo XX ha habido 106 referendos de autodeterminación en el mundo, 54 de los cuales se han celebrado a partir del 1991”, y 26 de ellos se hicieron “sin el consentimiento del Estado matriz”. Es decir, Dulce maerenti, populus dolentum o mal de muchos, consuelo de... ya saben.

Junqueras es un creacionista faltón; juega a la disolución de las referencias, nos quiere meter en la cueva de la incertidumbre; su proyecto no incluye un mañana, como no sea el de un país pobre y aislado, sin la cuenca metalúrgica más moderna de Europa (el Baix Llobregat, cada vez menos), sin La Caixa y con el Barça convertido en un centro excursionista de barrio. La apologética que él quiere imponer en su reino está destinada a desmontar la unidad del Estado, cuya soberanía fue cedida, en parte, a la construcción de la UE, la fabulosa estructura plurinacional de este siglo. Y oiga, no fuimos tan lejos para después retroceder.

Sabe que en democracia el poder solo se ocupa provisionalmente, pero quiere llegar arriba para aplicar entonces los cambios institucionales que perpetúen su modelo: populismo del más acerado. Ayer confesó que, en “octubre de 2017, aprendimos que necesitamos más apoyos”. Los necesita ahora mismo para los inminentes comicios que convocará Quim Torra, en plena batalla fratricida por la hegemonía del separatismo. También desveló, a no negarlo, una luz esperanzada: “No condicionaremos ningún diálogo a que estemos en prisión. Nuestra voluntad de diálogo no se ha roto por estar en la cárcel”. El hombre va bien de cabeza pero no puede evitar el ayatolismo de misa de domingo, con escolanía e incienso.

Exhibe el verbo del penitente que nos resulta tan familiar. Habla con un deje tembloroso y montserratino, a medio camino entre el toque Abad Oliva y el plus pujolista de els fets del Palau. Solo que las “cloacas del Estado”, a las que se refiere el líder de ERC, son hermanitas de la caridad al lado de la represión franquista que sufrieron los demócratas en los años del hierro. A tanto llega su pretensión que quiere estar inmerso, sin estarlo, en aquel juego macabro de la dictadura.

Es una víctima que quiso serlo para convertirse en héroe; un penitente camino de la providencia invitándonos al festín divino. Es de los que para salvarse él, nos lleva a todos al precipicio. Ensaya continuamente su fórmula (ho tornarem a fer), como Rafael ante la roca de mármol, antes de saber si su escultura sería Moisés o un esclavo.

El mensaje de Junqueras ante la Comisión de Investigación del 155 iba destinado a Puigdemont y a Quim Torra, el president desposeído de su acta de diputado, al que el presidente del Parlament, Roger Torrent, amenazó con no computar el botón de su escaño. Desde aquel momento, la urdimbre institucional pende sobre nuestras cabezas como una nube oscura; pero la gravedad no se percibe en la calle por la fuerza de la costumbre, tras una década de soberanismo duro.

No hay vacío de poder porque ya lo había desde 2017 y tampoco hay Presupuestos de la Generalitat porque llevamos cuatro años sin cuentas públicas, un castigo inmerecido para la población. La figura de Torrent recibiendo consejos de Joan Ridau, letrado mayor de la cámara y ex secretario general de ERC, era una perita en dulce para Junqueras. Los políticos catalanes practican la esgrima y el escaqueo; avergüenzan a la ciudadanía, que carga con los gastos de la molicie de gente sin escrúpulos.

El último estertor del procés, la gran batalla por la hegemonía entre JxCat y Esquerra desgasta al segundo y refuerza el aventurismo del primero. El partido de Junqueras lleva la delantera, gracias a la renuncia de su pasado saltimbanqui  y a la reputación ante las élites, ganada especialmente en el pacto de legislatura con el PSOE. Puigdemont, por su parte, afina su puntería pensando en el mitin que tiene previsto en Perpignan el próximo 29 de febrero. No le permite a Torra convocar elecciones antes de reforzar el victimismo que le ha supuesto jugosos réditos electorales. Rememorará tal vez aquel Perpignan de posguerra, el de los círculos del catalanismo del auténtico exilio, alrededor del letrado Amadeu Hurtado, del rector Badia i Margarit o del gramático Pompeu Fabra, enterrado en Sant Martí del Canigó.

La praxis es como la fe, un vicio radical. Junqueras opta por una cristiandad netamente catalana para hacer de su país un modelo alejado de España, sometida a un Auto de Fe. Y en las paredes de algún santuario, sobre un pedestal de aquel Abad Oliva, que fue conde de Ripoll y sobrino de Wifredo, habrá inscrito un totus tuus.