El soberanismo enlaza su discurso dirigido a los nativos del país con la emigración, las pensiones, la renta básica o la sanidad pública; lo envuelve todo en celofán y lo lanza contra el Estado de derecho español. Mientras tanto, las élites europeas --los Mario Centeno (Eurogrupo), Juncker (Comisión) o Draghi (BCE)-- nos observan entristecidos y hablan con displicencia a la tabarra nacionalista; no entienden como algo tan ridículo pueda llegar a tener tan mala pinta. Saben que la Cataluña blanca de Torra tiene un gen parecido con el populismo de Trump, levantado en la Región de los Grandes Lagos de EEUU, donde anida la desindustrialización pesada.
Torra y Puigdemont se hacen fuertes poniendo en juego un ejército de reserva garbancero, reclutado en la gangrena interior de las buenas gentes de comarca, mezcladas a conciencia con agitadores de chambergo y calzón corto; con bohemios, cómicos desnortados, políticos golfos y cesantes de medio pelo. Una mezcla explosiva detonada por el elemento común del rencor. ¿Dónde está la revolución burguesa que preconizó Artur Mas al comienzo del procés? Nunca la bourgeoisie éclairée, si es que la tenemos, estuvo más lejos de la política.
Los movimientos afines del independentismo catalán están en la Hungría de Viktor Orbán y en la Italia de Salvani, un grupo devastador con muy buenas amistades en la Barcelona exconvergente. Uno de ellos es Mario Borghezio, el eurodiputado de la Liga Norte que se deja caer por aquí cada vez que hay movida. No faltó en la última Diada, que resultó ser un ejercicio digno de la nacionalización de las masas, con pensionistas, parados, jóvenes precarios, ideólogos de café y nostálgicos endomingados; todos bajo la misma estelada. La pervivencia del procés es un caso digno de Elias Canetti, premio Nobel de origen búlgaro, judío askenazi y escritor en lengua alemana, que dejó tras de sí este dardo mortal: "En la masa, el hombre pierde el temor, busca la densidad, se siente seguro" (Masa y Poder; Muchnik edit).
Lo que hace que Salvani y Torra sean tan peligrosos es que son capaces de cruzar su xenofobia consentida con la petición de una renta básica universal. Al enlazar ambos relatos, el racial y el social, aparece lo que Thomas Piketty ha llamado el social-nativismo, una confluencia que le va que ni pintada a dirigencia republicana de aliento supremacista y dispuesta a restituir 16 leyes catalanas de contenido social, recurridas al Constitucional por el PP de Mariano Rajoy. Pero digamos bien alto, en voz liberal, que los que odian a la inmigración y mercadean con la justicia social podrían llevar la boina roja de los internacionalistas o el yugo y las flechas bordados sobre una camisa azul. La dualidad entre las vallas fronterizas y el bienestar exclusivo de los míos es igual de insolidaria, venga de donde venga. La Generalitat, que pronto llevará más de tres ejercicios sin elaborar los presupuestos generales, piensa en el BCE rescatador de bancos y proveedor de fuentes de liquidez incesantes. Y se pregunta: ¿Por qué no podría el banco del euro sufragar el pago de nuestra deuda (la más alta con diferencia en la España de las autonomías) hasta que llegaran tiempos mejores? Fue el argumento de Grecia en la etapa de Varoufakis, como ahora lo es del Gobierno italiano. Seductor pero falso porque lo que vale para uno debería valer para todos y entonces, el default sería global.
Como es sabido, hace exactamente una semana que el Parlamento Europeo pulsó el botón nuclear que podría expulsar a Hungría por su deriva autoritaria. El pleno de la Eurocámara aprobó --por 448 votos a favor, 197 en contra y 48 abstenciones-- activar el artículo 7 del Tratado contra la Hungría de Viktor Orbán, un procedimiento sancionador que podría acabar en la suspensión del derecho a voto de Budapest. La familia política de Orbán, el Partido Popular Europeo, votó mayoritariamente a favor de sancionar a Hungría; su jefe de grupo, el alemán Manfred Weber, que aspira a ser el próximo presidente de la Comisión, dio libertad a sus filas aunque él personalmente se pronunció contra Orbán. Resulta chocante que los populares españoles, capitaneados por Esteban González Pons (oficial y caballero), decidieran abstenerse, y es más delirante todavía que tres de ellos, Carlos Iturgáiz, Pilar Ayuso y Gabriel Mato, votaran a favor de Orbán.
La fase final de este procedimiento exige una votación unánime de los 27 para declarar a Budapest culpable de una "violación grave y persistente" de los valores europeos. Posteriormente, los Estados miembros podrían suspender el derecho a voto de Hungría por mayoría cualificada. A tanto no llegará el incendio, pero vale la pena recordar que las lesiones antidemocráticas de Orbán son muy parecidas al intento de Puigdemont de subsumir a un hipotético poder judicial de la República catalana, debajo del Ejecutivo. Y, desde luego, los húngaros no han llegado a las dos leyes de desconexión y referéndum, surgidas de la nada el 6 y el 7 de septiembre del año pasado, en contra de las recomendaciones del Consejo de Garantías Estatutarias y con medio Parlament fuera de la sala del plenario.
En nuestro país parece que la historia marcha hacia sus propios fines, digan lo que digan sus protagonistas. No podemos saber si los tijeretazos antidemocráticos de Orbán son equivalentes a los atajos anticonstitucionales del frente independentista de la asonada institucional catalana. No conocemos la última ratio de los líderes de la república, aparte de destruir el orden actual. Su peronismo de filfa les da derecho, o eso creen, a elaborar su discurso una vez tengan el poder, no antes. Deben pensar que nombrar al objeto es destruir su poesía implícita; están condenados a sugerir como lo hacía el Duce cuando envalentonaba a los suyos en la aventura colonial en Abisinia. Y esta forma de esconder la verdad es la esencia de la antirrazón; la bandera del mal.