Isabel Díaz Ayuso marca el ritmo a Pablo Casado y no al revés. La presidenta de la Comunidad de Madrid lucha por la independencia, a brazo partido, contra el Gobierno de Sánchez, sin mirar a sus atónitos camaradas de Génova. Ella se apunta al carro de una sociedad divertida, que pese al escándalo de sus residencias de ancianos, no maltrata a sus mayores: “Madrid tiene que tratar a los ancianos como en una urna". ¡Lagarto! La traicionan el inconsciente y las vistas de su terraza, en chez Sarasola.

Todo empezó después de que la entendida Vanity Fair soltara su bomba durmiente de que la presidenta de Madrid lleva desde mediados de marzo residiendo en un piso de lujo situado en la octava planta del Plaza España Skyline BeMate, en el que disfruta de una suite de 90 metros cuadrados y dispone de dos terrazas con vistas al Palacio Real, la Casa de Campo y al Parque del Oeste; todo al módico precio que le da la gana a Kike Sarasola, exjinete olímpico y hotelero urbano, después de un severo aprendizaje familiar en manos de su padre y de su allegado, Felipe González Márquez, a la sazón, exinquilino de Moncloa.

Sarasola es hijo de Enrique Sarasola Lerchundi --¿se acuerdan del Pichirri?-- fallecido en 2002, el que fuera inseparable de Felipe González durante décadas, rey del pelotazo y marido de la colombiana María Cecilia Marulanda, hija del millonario venezolano, expresidente de Avianca. Sarasola padre tuvo la sede de su constructora en Goya 15, la antigua dirección del PSOE, antes de ocupar su sede actual de Ferraz, de cuya construcción se encargó el mismo empresario. Para no perder la costumbre, todos, o casi todos, están siendo investigados en la actualidad por temas fiscales y económicos irregulares; bueno, todos menos Felipe, claro, el inmarcesible expresidente. Ayuso se ha llevado a los Sarasola a su terreno.

Cuando echa la vista atrás, descubre con disimulo los 18 años de Esperanza Aguirre en el trono de la comunidad, un tiempo jalonado de negocios sucios y corrupción, en el que la misma Ayuso, criada respondona de la doña, fue la encargada de contestar en las redes las críticas dirigidas a la entonces presidenta. Pero ha subido en el escalafón y ahora es el equipo de Aznar el que le hace de community manager. A ella le piden explicaciones incluso cuando los furos escrachean a ministros. ¡Que cante niña Isabel, grita la marinería!, dice el bolero inolvidable. Es niña de misa y comunión diarias, pero confinada en el apartamento de Room Mate, se lo hace perdonar todo en el Ángelus teocrático de los Villacisneros. Por lo visto, la legitimidad de su Estado reside en el Altísimo.

Mal que le pese a todo el barrio de Salamanca, ella no impone el sello de manager traje-chaqueta; más bien da el pego a la hora de recuperar el Madrid de curas, cocido y Concha Piquer. Cuando pide que “el concebido no nacido sea considerado un miembro más de la unidad familiar” vulnera el Código Civil, la Ley del Registro y la propia Constitución; y pese a que está rodeada de togas, hace otras cosas peores, como atropellar al iusnaturalismo más conspicuo (“el aborto no es un derecho de la mujer”), insultar a la inteligencia con su prédica sobre “las mujeres obligadas a ir a las manifestaciones tiranizadas por la izquierda” o reflejar en suma esta triste realidad: "Vox no propone nada que yo no haya visto antes dentro del PP".

Ante la comparecencia prevista para hoy en el Congreso, el Gobierno limita a 15 días su prórroga de alarma y admite una desescalada compartida con las comunidades autónomas. Pero Ayuso quiere más; más de lo que quiere Torra, un pobre hombre que, a su lado, se ha convertido de nuevo en autonomista y está dispuesto a conformarse con las competencias estatutarias, en palabras de Meritxell Budó, su consejera portavoz. Adiós a la bullanga; la Rosa de Fuego volverá a ser la acera pacífica del ciudadano atento de los pasajes.

El último órdago de la presidenta madrileña estalló ayer a media tarde, cuando Ayuso descartó al Colegio de Médicos de Madrid en la reunión del consejo de técnicos para debatir el momento del coronavirus. Con los facultativos chitones, el descarte corrió como un reguero por las calles y plazas de la capital; a falta de mentideros, las pantallas y móviles llevan 24 horas echando rayos. Y mientras tanto, los sondeos ya definen un ligero declive en el PP de la comunidad. De la gloria a la miseria hay un hilo imperceptible; la historia lo dicta en el caso rutilante del Mar Océana, el nombre ridículo de nuestra Armada, responsable del saqueo británico de Cádiz, mientras el duque de Medina Sidonia, grande de España, rejoneador y ducho en negocios ganaderos, celebraba unas maniobras militares en Sevilla. Su Invencible había reclutado a 180 frailes y solo a cinco médicos. Ya se veía entonces que las políticas de salud pública no casaban con el espíritu castrense de nuestras águilas.

El precio de la guerra “se paga con la vida”, como solía decir el general a sus ministros antes de hacerles firmar penas capitales de las que ellos serían cómplices. Hace ya mucho que los españoles no tenemos la obligación de ir al cielo, sí o sí, a trompicones. Todo se ha teñido de Covid y el sector moderado de la derecha, tan largamente esperado, empieza a poner en su sitio a la reina de Plaza del Sol y a su triste corolario, el jefe de la oposición. El académico José María Lassalle, ex secretario de Estado con Rajoy, lo confirma al denunciar la errática pinza de Ayuso y Casado sobre Moncloa: "El virus reaccionario está ahí y se han dejado contagiar porque el PP no tiene ahora un sistema inmunológico intelectual para resistir a la presión de esa enfermedad”.