Pese a la conocida frase de Sócrates, “solo sé que no sé nada”, que expresa tanto la voluntad de aprender, como la afirmación intrínseca de que no existe una verdad absoluta, lo cierto es que la aceptación de nuestra ignorancia tiene mala prensa. Y, sin embargo, ante el inicio de un nuevo curso político, no podemos más que resignarnos a reconocer nuestro profundo desconocimiento, nuestra ignorancia sobre lo que finalmente sucederá en todos los ámbitos. El fracaso de las predicciones suele estar garantizado.
Basta con recordar cuáles eran las preocupaciones hace un año, tras las vacaciones de 2021, y lo que luego ha ido sucediendo a lo largo de los meses, sobre todo a partir de febrero con la guerra en Ucrania. Hace un año, la lucha contra el virus constituía el centro de atención en los discursos de todos los gobiernos, y prácticamente no se hablaba de otra cosa. Suspirábamos por recuperar la normalidad. En septiembre pasado, celebrábamos que España fuera uno de los pocos países con un 70% de vacunación.
El único horizonte que atisbábamos era, por un lado, la mejora de la situación sanitaria y, por otro, la esperanza en una recuperación económica en forma de V a medida que la pandemia fuera debilitándose. De la inflación, nadie hablaba. La Reserva Federal de los Estados Unidos la desdeñaba, también el Banco Central Europeo. Cierto es que a la vuelta del verano ya había preocupación por los cuellos de botella en la cadena mundial de suministros, y su efecto en el aumento de los precios, pero se consideraba un fenómeno pasajero.
Las predicciones de crecimiento para 2022 eran boyantes, espectaculares, con una inflación algo mayor que en años anteriores, pero siempre bajo control, mientras que los posibles problemas energéticos no pasaban de ser una nota a pie de página. Y, por supuesto, tampoco nadie contemplaba que Vladimir Putin fuera a invadir Ucrania.
Este verano, en cambio, la pandemia ha desaparecido casi por completo de las conversaciones entre familiares y amigos, y casi nadie se molesta ya en utilizar los geles desinfectantes que todavía están en la entrada de muchas tiendas o restaurantes, por ejemplo. La preocupación general es por la inflación, la crisis económica que se avecina, y la carestía energética en Europa junto a los ecos de la guerra en Ucrania o las tensiones entre China y EEUU a propósito de Taiwán.
A todas estas inquietudes, que se encadenan, se añade otra más general, que ha sido objeto de muchas exclamaciones y no pocos sofocos, la preocupación por el cambio climático, que amenaza con dislocar nuestra civilización. Este verano, con récords de calor y sequía en todo el hemisferio norte, hemos comprobado que el problema es mayúsculo, terrorífico.
En este nuevo marco, que nos ha pillado tan desprevenidos, nadie nada sabe. Desconocemos la profundidad de la crisis, sobre todo en Europa, que puede sufrir cortes de suministro energético este invierno, algo impensable hace un año. Y en cuanto a la inflación, a diferencia de EEUU, en el Viejo Continente los precios todavía no han tocado techo porque el gas sigue tensionando todo el mercado eléctrico. Los efectos de la crisis sobre el desempleo y el cierre de negocios es una variable que también ignoramos.
A partir de ahí, las derivadas sociales y políticas a medio plazo son inimaginables y muchos de nuestros debates, de politiquería nacional, autonómica o local, lamentablemente irrisorios.