La tergiversación de conceptos, informes y consensos es una de las características definitorias del Procés. El éxito de la maniobra es evidente, han conseguido colonizar el lenguaje de la crónica política de tal manera que parecería que no hay otra forma de plantearse el enfrentamiento entre independentistas y estado y las dificultades de encaje emocional e institucional de España y Cataluña sino respetando su jerga. En realidad es todo lo contrario, de quedarse atrapado en la telaraña de su jerigonza no habría ninguna salida, que no sea la suya, claro.
De ser Cataluña una colonia con derecho a la autodeterminación no habría más que hablar con el gobierno de España, salvo fijar el día del referéndum o llamar a los catalanes a la sublevación. No pasará ni una cosa ni otra, pero los líderes independentistas creen gozar del privilegio de no tener que dar explicaciones por sus afirmaciones descabelladas que al ser repetidas por su poderoso entorno mediático acaban pasando por descripciones de la realidad. Cuando de vez en cuando algún entrevistador o entrevistadora señala la debilidad de sus argumentaciones se limitan a sonreír como quien da por descontada la manipulación del lenguaje.
En estos días posteriores a los indultos, todo gira entorno al Tribunal de Cuentas y su controvertida liquidación provisional de fianzas para una cuarentena de cargos gubernamentales de los que esta jurisdicción especial sospecha que pudieron gastar dinero público en propaganda independentista. Se antoja difícil llegar a demostrar hasta dónde llega el gasto competencial en acción exterior y dónde comienza la desviación de fondos públicos. La polémica se ha convertido, por elevación, en la reclamación de la Generalitat para que el gobierno central intervenga en el asunto, se supone que como prueba de buena voluntad para seguir negociando.
Pere Aragonès afirmó que le había pedido a Pedro Sánchez que “no permitiera esta anomalía”. Singularmente, una periodista se interesó por cómo pensaba él que el ejecutivo podía “no permitir” que el caso siguiera adelante. “Ya encontrarán la fórmula” dijo alegremente, tal vez pensando en la famosa ley de Transitoriedad en la que el presidente de la república catalana nombraba jueces y por descontado miembros de tribunales de cuentas de venir al caso, enterrando la división de poderes de forma clamorosa.
En la extorsión del lenguaje el Procés es invencible. De aquellos primeros momentos en los que se interpretaba que nadie que no fuera referendista podía ser un auténtico demócrata, pasando por la exigencia de creer que no hay más vía que la escocesa (consistente ésta en repetir referéndums hasta obtener el resultado buscado), llegamos a la proclamación de los políticos presos como presos políticos, a la definición de España como estado represor y ahora a la denuncia de la muerte civil del independentismo como último estadio de la venganza española.
Artur Mas describió el paisaje al que según su opinión se enfrentan los independentistas: “la muerte política se quiere conseguir a través del Código Penal y la muerte civil, que es la ruina económica, se quiere conseguir a través de la acción del Tribunal de Cuentas”. Dicho en el jardín de su despacho oficial, ante las cámaras de la televisión pública y al poco de la concesión de los indultos resulta chocante. Pero además es una exageración. La ruina económica no forma parte del concepto de muerte civil en ninguna de sus acepciones porque no hay aquí ninguna deshonra, tan solo el peligro de verse arruinado; siempre y cuando el Tribunal Supremo vaya a avalar finalmente las sospechas del órgano de control del gasto público, desenlace que está por ver. Se trata tan solo de introducir una nueva perla en el imaginario soberanista para reforzar el escenario de la represión insostenible, de ahí nacen la argumentación épica y la reclamación de la amnistía.
Que aquí no haya ninguna muerte civil para registrar es para los creadores de consignas un detalle menor. Como lo es que el informe del Consejo de Europa, la nueva hoja de ruta planteada a Pedro Sánchez, no diga exactamente lo que el propio presidente de la Generalitat asegura que dice. En todo caso, dice más de lo que a Aragonès y a sus socios les gusta oír. O leer.