Hemos atribuido tradicionalmente el gusto por las matemáticas a individuos más bien peculiares, con algunas capacidades excepcionales como las que se requieren para dominar un lenguaje tan críptico, pero con tendencia a mostrarse raros y con actitudes sociales más propias de los geeks, que del común de los mortales. Hay que admitirlo, la mayoría de nosotros tenemos o hemos tenido una relación con las matemáticas más bien superficial y las hemos mantenido alejadas de nuestra actividad intelectual con el desprecio que reservamos para aquello que mal comprendemos. Aunque sus escasos adeptos y practicantes son más bien una minoría, no se les puede negar una capacidad de influencia grande en nuestra sociedad, especialmente en las últimas décadas, ya que el proceso de complejidad que ha adquirido la tecnología –como también las finanzas–, les han reservado un lugar preponderante. Ya hace más de cincuenta años que se hicieron con el control de la ciencia económica, a la cual mudaron de ciencia social llena de incertidumbres, a una ciencia exacta con la vana pretensión de predecir con exactitud el futuro, a partir del uso de modelos econométricos muy complejos. Los discípulos de Milton Friedman en Chicago o los "minnesotos" arrogantes que coparon la academia no lograron explicar la realidad, y menos hacer de nuestro mundo un mejor lugar del que había conseguido, aunque fuera de manera modesta, el keynesianismo.

Quizás donde el triunfo de la visión actuarial de la economía ha infringido más dolor ha sido en el campo de las finanzas. La creación en los años noventa y en la primera década de este siglo de productos extremadamente complejos, que escapaban a la comprensión de compradores y de vendedores en las oficinas bancarias –futuros, derivados, swaps, CDO, CDS...– tiene que ver con la capacidad de inventar productos financieros abstractos por parte de algunos matemáticos a sueldo de los grandes bancos de inversión. Para algunos crédulos de esta fe, la interdependencia global de la burbuja financiera la convertía en infalible, y los dirigentes de la reserva federal estadounidense, por poner un ejemplo, blandían todo esto como su gran éxito. Cuando llegó la quiebra de Lehman Brothers y todo el crack financiero que vino después, Alan Greenspan decía que no entendía cómo era posible que aquello sucediera. Si la realidad no respondía a los modelos matemáticos previstos, debía ser la realidad la que se equivocaba.

El progreso de la computación a partir de los años setenta ha ido también de la mano del creciente papel de los matemáticos. Ya al final de la Segunda Guerra Mundial, la competencia militar de los bloques indujo a establecer la exigencia de construir una "extensión cognitiva externa". En 1971, el nacimiento de los microprocesadores de la mano de Intel, significó un salto cualitativo importante. La informática abandonaba su inicial pretensión de "cálculo" para abrirse a horizontes más ambiciosos. Se trataba de proveer a los sistemas electrónicos de una inteligencia creciente, de dotarlos de capacidades de "fluidez", de "reactividad" y "de autonomía". El objetivo final era conseguir el laissez-faire de las máquinas, de darles la autoridad para actuar "en nuestro nombre y en nuestro lugar". La gran finalidad hacia la que se dirige "lo digital" es establecer una tecnologización creciente y expansiva de nuestras vidas, sustituibles.

Así, la organización del mundo, el curso de nuestras existencias o la forma de las cosas están cada vez más determinadas por una serie de códigos matemáticos. Hemos penetrado, o hemos sido abducidos, da lo mismo, por una matriz que nos engloba de manera absoluta. El desplazamiento de la soberanía hacia la tecnología ha derivado en una matematización de la vida que diluye en gran medida la responsabilidad individual en la toma de decisiones. El mundo se modula de manera binaria, y en realidad son los algoritmos que están detrás de todo lo que hacemos o conocemos, los que determinan en realidad nuestra vida. Esta pérdida de "soberanía personal", curiosamente no se vive como una renuncia a nuestra individualidad o como una merma de nuestra libertad personal. Nos entregamos con placer a la hegemonía de lo electrónico y nos recreamos con la multitud de "milagros cotidianos" que nos aporta la tecnología. Lo digital es un mito al que profesamos una fe religiosa, incondicional, y al que estamos dispuestos a adorar de manera absoluta. Al final, como predijo Galileo hace varios siglos, la naturaleza –también la naturaleza humana– sigue o se cree que sigue el lenguaje de las matemáticas. Ningún fenómeno escapa a su poder de descripción. Pero a pesar de la complejidad, su lógica es simplificadora y contiene sólo de manera incompleta las pulsiones humanas.