Como no tenemos bastante con nuestras propias polémicas, los españoles nos lo pasamos muy bien discutiendo por lo que pasa en otros países. Especialmente, en Cuba, que a veces parece que, en vez de ser una nación independiente, sea una comunidad autónoma más o aún forme parte del imperio que se perdió hace tiempo. Lo que suceda en otros lugares del mundo nos la sopla --ahí está Daniel Ortega, amargándole la vida a media Nicaragua, y nosotros, como el que oye llover--, pero lo de Cuba nos lo tomamos muy a pecho. A raíz de los últimos disturbios en la isla, todo el mundo ha vuelto a interpretar el papel habitual con un entusiasmo digno de mejor causa: la derecha y la extrema derecha han puesto el grito en el cielo (de Hungría y Polonia, si eso, ya hablaremos otro día), y la izquierda y la extrema izquierda se han retratado convenientemente, cada una a su manera (el PSOE, con la pusilanimidad habitual, aunque se agradece que Sánchez haya acabado reconociendo que aquello, efectivamente, es una dictadura, aunque lo haya dicho con la boca pequeña; Podemos, la CUP y lo que queda del Partido Comunista han optado, como de costumbre, por negar la evidencia y tomar partido por el régimen castrista, ya que, según ellos, España es una birria franquista levemente disimulada, pero lo del compañero Díaz Canel es una dictadura del proletariado como Marx manda).
A mí me parece innegable que Cuba es una dictadura, pero es como si quedaras mal reconociéndolo, como si así te identificaras como votante del PP o de Podemos: aquí todavía queda mucha gente que se la coge con papel de fumar a la hora de calificar el régimen castrista, como si el catecismo comunista considerara pecado mortal poner en duda los logros (¿qué logros?) de la revolución. De ahí la insistencia en el bloqueo gringo, como si no hubiera más países en el mundo con los que negociar. O la manía de calificar de lacayos del imperialismo a sueldo de la CIA a unos manifestantes que, simplemente, están hasta las narices de la censura, de los apagones, de pasar gazuza, de caer como moscas por el coronavirus con esa sanidad que dicen que es la envidia de Occidente, de que nada cambie ni evolucione y, en suma, de que su país sea un desastre total por el empeño de sus dirigentes en agarrarse a una manera de hacer política que no va a ninguna parte razonable. El caso es ignorar que en una democracia se puede ser comunista (de boquilla, preferentemente), pero en un país comunista no se puede ser demócrata.
Algunos consideramos que el comunismo es la cara b del fascismo y que como tal debería ser tratado, pero si sostienes eso en las redes sociales, ya puedes prepararte para el linchamiento. Uno no entiende muy bien por qué conserva el comunismo entre nosotros esa especie de glamur moral cuando se ha demostrado en todos los países en que se ha aplicado que es, fundamentalmente, un crimen. De la misma manera que fascista se considera un insulto, con razón, yo creo que debería suceder lo mismo con el término comunista. Pese a las buenas ideas contenidas en los libracos de Marx y Engels (también las relaciones entre la Biblia y la Iglesia Católica son cuando menos oblicuas), después de Stalin, Pol Pot, Castro y Ortega --por citar algunos casos señeros de miserables en el poder--, ser comunista debería equivaler a declararse un mal bicho. Y, sin embargo, aún quedan miles de supremacistas morales que siguen hablando bien de un invento, puede que bienintencionado sobre el papel, que no ha traído más que desgracias.
Propongo modestamente que despojemos al comunismo de esa aura de santidad revolucionaria que algunos todavía le ven y lo consideremos como el horror que ha representado para un montón de países desde que se lo inventó Marx mientras le pegaba la gorra a Engels en su mansión londinense. Reconozcámoslo: la idea era buena, pero la puesta en práctica nos ha salido como el culo. Y para llegar a esa conclusión no hace falta ser de Vox, se lo aseguro.