Si algo se puede decir de Pablo Iglesias es que no deja indiferente a nadie, lo cual constituye toda una seña de identidad en el panorama político español, lleno de gente que no te cae ni bien ni mal, sino todo lo contrario. Y aunque ahora se haga la víctima y se presente como el progresista más vejado de toda la historia reciente de España, lo cierto es que sí, mucha gente lo odiaba de manera desmesurada, pero también contaba con una amplia base de fans que lo consideraba una especie de mesías de la izquierda, un caudillo providencial para la lucha contra el fascismo. Lo he podido comprobar, sin ir más lejos, en Facebook, donde la respuesta al anuncio de su (supuesta) despedida de la política solo concitaba reacciones extremas: algunos lo consideraban un gran hombre, otros se inclinaban por la teoría de la rata chepuda. Como no estoy en Twitter, me temo que me he perdido los mayores halagos y los insultos más crueles, pero, a tenor de lo leído en Villa Zuckerberg, he visto que prácticamente nadie se situaba en un campo vagamente neutral y he llegado a la conclusión de que tanto lovers como haters le concedían una importancia que yo, francamente, nunca he detectado por ninguna parte. Ahora que (dice que) se va, lo recordaré como lo que siempre me ha parecido que es: un bolchevique de estar por casa con ganas de figurar, un profesorcillo de universidad con ínfulas revolucionarias y, básicamente, un liante viejuno, anclado en los años 30 (como su némesis Abascal), que, lejos de acabar con el bipartidismo, solo ha servido para cimentarlo: pese a las apariencias, las recientes elecciones madrileñas no han sido un plebiscito entre Podemos y Vox, entre el Progreso y el Fascismo, sino una nueva edición de la vieja pugna entre PP y PSOE (el futuro de Más Madrid me parece tan poco halagüeño como el de pabloides, abascales y lo que queda de Ciudadanos).

Hubiese estado bien que el bipartidismo tocara a su fin, pero no sé yo si ampliar el panorama político nacional con un partido que quiere ganar la guerra civil que sus abuelos perdieron (Podemos) y otro que pretende volver a machacar a los rojos (Vox) haya sido lo más deseable. Hasta que aparecieron esos partidos, parecía que íbamos dejando atrás poco a poco los fantasmas de la guerra civil y que nos disponíamos a vivir en el presente. Iglesias y Abascal se encargaron de retrotraernos a los años treinta y de resucitar conceptos felizmente muertos como fascismo y comunismo, algo nada de agradecer en un país que ya tiene cierta tendencia a vivir en el pasado porque no sabe qué hacer con el presente y el futuro le da pavor.

Para mí, lo peor de Pablo Iglesias ha sido intentar representar a una supuesta nueva izquierda, cuando, mentalmente, se es absolutamente viejo. Ya sé que eso hay quien se lo toma como fidelidad a los orígenes y purismo progresista, pero a mí no me lo parece. Entre su obsesión antimonárquica, su acercamiento a gente nacionalmente indeseable, su tendencia a la grosería disfrazada de sinceridad, sus concesiones al nepotismo y su recurso permanente a la demagogia, Pablo Iglesias no ha traído al país nada que éste necesitara. Hace bien, eso sí, en asombrarse públicamente de sus logros, pues nadie podía prever que aquel tertuliano televisivo que se estrenó hace años en Intereconomía --yo me tiré tres semanas creyendo que era un actor que interpretaba el papel de un progre grotesco escrito por algún guionista de extrema derecha-- llegara algún día a vicepresidente del gobierno (al final va a ser que es España y no Estados Unidos donde cualquiera puede llegar a lo más alto en política, aunque aquí la picaresca, el timo conceptual y las trapisondas ideológicas se impongan a la meritocracia). Puede que Pablo no haya conseguido alcanzar los cielos, pero ha figurado lo suyo, ha ganado pasta, ha colocado a la parienta (¡no era fácil!) y se ha hecho con una mansión horrenda, pero onerosa. La clase a la que dice representar o no ha avanzado un metro o ha acabado votando al PP (o a Vox), pero él se lo ha montado francamente bien en su papel de caudillito comunista de la señorita Pepis.

De hecho, podría haber alargado el chollo bastante más desde la vicepresidencia del gobierno. Yo empiezo a no entenderlo muy bien cuando abandona ese cargo para competir con la Caña de España, que era invencible por motivos que tampoco entiendo. Y lo de volver a la universidad y a lo que él llama periodismo crítico no parece gran cosa, dado que no había destacado especialmente ni en una ni en otro. Descartada la posibilidad de que dimita por el bien de la izquierda (y una presunta nómina en Mediapro, aunque el magnate Roures asegura que no hay previsto ponerle un despacho), la prejubilación política del señor Iglesias no la acabo de entender muy bien e, incluso, no me la acabo de creer. Personalmente --y sin llegar a los extremos del comando Rata Chepuda--, me alegro de perderlo de vista, pero algo me dice que eso no va a suceder porque este hombre necesita los focos y la atención, los halagos y los insultos y esa sensación tan euforizante de creer que estás contribuyendo al estallido de una nueva guerra civil en la que por fin los tuyos (sean quienes sean) ganarán y tú podrás creerte Hugo Chávez o Daniel Ortega.

En resumen: no me creo la prejubilación de Pablo Iglesias y pienso que le baila por la cabeza alguna idea que aún no podemos intuir y que acabará llevando a que no nos lo quitemos de encima en la vida. Como solía decirle Holmes a Watson, una vez descartado lo imposible, lo que queda, por improbable que parezca, es lo que es. En el caso que nos ocupa, creo que podemos descartar el sacrificio personal por el bien de la izquierda --su versión de la célebre frase de Hitchcock según la cual lo que no suma, resta--, la vocación docente y el amor al periodismo, por lo que lo único que nos queda es un narcisista megalómano en busca de un nuevo destino: no sé qué va a ser de él, pero estoy convencido de que yo a este tío no me lo voy a quitar de encima jamás. Ojalá me equivoque.