Si hemos de hacer caso a lo que leemos en las redes sociales, en las próximas elecciones generales no irá a votar ni el Tato. Todo el mundo se muestra indignadísimo con nuestros políticos, esa gente incapaz de formar gobierno, y manifiesta su hastío ante lo de tener que repetir las elecciones. Es comprensible, pero me temo que, al final, habrá muchos menos abstencionistas de los previstos y el día de las urnas serán legión los que opten por el mal menor y vayan a depositar su papeleta para cerrarles el camino a las opciones políticas que más asco les dan. Total, hace años que en España --y en casi todas partes-- la gente vota en contra de alguien, no a favor de alguien. El modelo de votante Jesusito, Jesusito, que me quede como estoy es el que impera en las democracias occidentales, más que nada porque los candidatos en general suscitan escaso entusiasmo entre el pueblo, salvo en los hooligans de tal o cual opción, unos ingenuos de derechas o de izquierdas que se obligan a creer en las virtudes de su partido y sus dirigentes. Los demás acudimos al colegio electoral con cara de asco y la inevitable pinza imaginaria en la nariz. Y como alguien nos salga con lo de que la jornada electoral es la fiesta de la democracia, igual se lleva un sopapo.

Se hubiese agradecido, eso sí, que el PSOE y Podemos nos hubieran ahorrado el espectáculo lamentable de su cortejo sin boda. Semanas pelando la pava para acabar lanzándose los trastos a la cabeza. Iglesias, diciendo que Sánchez lo ha engañado. Sánchez, asegurando que nadie dormiría tranquilo con esos bolcheviques en el gobierno. Si no fuese porque a Rivera se le ha ido la flapa, Sánchez habría podido formar un gobierno de centro izquierda muy apañado con su partido, pero desde que al líder de Ciudadanos le ha dado por convertir algo que nació muy bien en otra cosa que no está nada bien, pues como que no hay manera de hablar con él, ¿no? Yo creo que Sánchez se moría de ganas de formar gobierno con el Ciudadanos de antes, pero ese partido ya no existe y así es cómo acaba uno en la cama con gente con la que no se duerme tranquilo.

Aunque no deberíamos excedernos en la autocrítica --veamos cómo está Israel o el cirio que se está gestando en Gran Bretaña--, es normal que nos cabreemos con nuestros políticos porque les damos nuestro voto y luego no saben qué hacer con él. Pero lo único que estamos protagonizando es una rabieta que no pasará a mayores. Eso sí: nos podrían ahorrar el envío de propaganda, la campaña electoral -total, se vuelven a presentar las mismas lumbreras, ¿no?- y los debates en televisión. Más que nada porque nadie tiene cosas nuevas que explicarnos y podemos llegar al diez de noviembre con la lección ya aprendida y la decisión tomada. Cuando se nos pase el cabreo, es lo que acabaremos haciendo casi todos, incluidos los que ahora juran y perjuran que no se vuelven a acercar al colegio electoral ni que los maten. Somos animales de costumbres, y la de ir a votar no es de las peores. Incluso podemos reconocer que es la gran fiesta de la democracia, pero apuntando que las fiestas están muy bien, pero que, si se celebran con demasiada frecuencia, acaban cansando: ya no tiene uno el cuerpo para tanta farra.