Pedro Sánchez es posiblemente el dirigente socialista más vilipendiado, solo superado quizá por José Luis Rodríguez Zapatero. Atacado sin piedad no solo por la derecha, sino por su propio partido en su primera etapa como secretario general, por el grupo mediático más influyente desde la Transición, sobre todo en el pensamiento progresista, en esa misma época, y por la izquierda de la izquierda en todo momento. Pero su tenacidad, valentía y determinación le llevaron a empezar de nuevo y a recuperar el liderazgo del partido del había sido descabalgado en una sesión bochornosa del comité federal hace ahora tres años.
A Sánchez se le ha llamado incompetente, mentiroso, impostor, falsario, felón, ególatra, frívolo, insensato, vengativo, nefasto, bandolero (“jefe de una banda”), vendepatrias, cómplice del independentismo, entre otros calificativos que se resumen en que solo se preocupa de sí mismo y únicamente le importa acumular poder, para lo que es capaz de pactar con cualquiera y aliarse con el mismo diablo si es necesario.
Desde que en junio del 2018 llegó a la Moncloa gracias a una moción de censura, los ataques arreciaron desde la derecha. Y tras un periodo de tregua posterior a la moción, las elecciones del 28 de abril y del 26 de mayo y los intentos de formar gobierno reavivaron también los rescoldos antisocialistas, nunca apagados del todo, de la izquierda que gusta a la derecha porque no gobernará nunca. Sánchez se equivocó al no ofrecer desde el principio un Gobierno de coalición, la solución más lógica, y flirtear con gobiernos de cooperación o de independientes, pero en el momento en que Pablo Iglesias rechazó la oferta de una vicepresidencia y tres ministerios la carga de la prueba cambió de bando y el líder de Unidas Podemos (UP) se convirtió en culpable, junto a Ciudadanos, que, aunque algunos lo olvidan, mucho antes del 28A ya había extendido el cordón sanitario frente al PSOE.
Desde entonces, a Iglesias se le puso cara de Julio Anguita, más de la que tiene habitualmente, y no hay más que ver cómo la derecha política y sobre todo mediática defendían las posiciones negociadoras de UP frente a la “intransigencia” de Sánchez. Recordaba, aunque con menor intensidad, el trato que esos mismos medios dieron a “la pinza” de Anguita y José María Aznar contra Felipe González.
Aunque la coalición era lo más lógico, son comprensibles las reticencias socialistas ante UP, no solo por la desconfianza mutua, sino porque el objetivo prioritario de Iglesias, como venía repitiendo, consistía en vigilar al PSOE sobre todo en las políticas más conflictivas, como la económica o la actuación en Cataluña. Cuando Irene Montero afirma que si solo hubieran querido sillas ella sería vicepresidenta, no demuestra nada porque lo que querían era más sillas, sobre todo para controlar la política económica, ya que la social la tenían en la mano.
La desconfianza de Sánchez ante las posiciones de Podemos sobre Cataluña está plenamente justificada. ¿Cómo confiar el quiénes, caso de Ada Colau, aprueban una movilización contra la sentencia del procés antes incluso de que se conozca? ¿Cómo confiar en Jaume Asens, uno de los negociadores con el PSOE, que a la menor oportunidad se retrata junto a los partidos y entidades independentistas?
Cataluña, sin embargo, ha sido uno de los temas en los que Sánchez arriesgó. Lo hizo con la reunión en Pedralbes con Quim Torra, en la que el Gobierno reconoció la existencia de un conflicto político, y lo hizo con la política de desinflamación para rebajar la infección producida por la violación de la legalidad por parte de los independentistas y por la pasividad de Mariano Rajoy.
Frente a la catarata de descalificaciones que tiene que soportar, Sánchez está obligado a despejar una incógnita que muchos todavía no han alcanzado a descifrar: si realmente solo le interesa el poder por el poder para sí mismo o si tiene un proyecto reformista para cambiar España, incluyendo la cuestión catalana. Ese debería ser el propósito ante unas nuevas elecciones que, entre unos y otros, no ha habido más remedio que convocar.