Pintan bastos en la CUP. Lejos quedan los tiempos en que podían enviar al basurero de la historia a Artur Mas (del que se empeña en asomar constantemente, por cierto, como podemos comprobar últimamente con su insistencia en la unión entre Junts y ERC si se repiten las elecciones autonómicas) y en los que su opinión podía influir (mínimamente) en el mundo lazi.
Eran los tiempos en que estaba al frente de la (digamos) organización un señor de mi edad, profesional de la Gestalt (nada que ver con la Gestapo), con pinta de monje de Montserrat y vestido con elegante descuido que atendía por Carles Riera. Eran también los tiempos en que el frente de juventudes de la CUP, Arran, hacía el gamberro a conciencia sin que la policía autonómica se matara precisamente a la hora de detener a alguien: aún recuerdo cuando nos destrozaron los cristales de la primera redacción de Crónica Global con unos martillos que, probablemente, guardaban en la sede de la CUP, que la teníamos a escasos metros de la nuestra (si salías a tomar un café, igual tenías la suerte de cruzarte con Eulàlia Reguant y admirar su rico muestrario de tics y muecas).
No es que la CUP llegara nunca a ser gran cosa, tal vez porque, como sostenía mi amigo Jaume Sisa, cantautor galáctico, “esos, todo lo que saben lo aprendieron del mosén de la parroquia, del monitor del esplai y de algún libro de Bakunin que no acabaron de entender del todo”. Pero ahora, tras las últimas elecciones autonómicas, parecen haber tocado fondo. Solo tienen cuatro diputados con los que no podrían inclinar hipotéticamente la balanza a favor de un candidato indepe a la presidencia de la Generalitat. A menos diputados, menos dinero público que te entra. Y con solo cuatro representantes, no puedes ni tener grupo propio en el parlamentillo y, te pongas como te pongas, vas a parar al grupo mixto, donde te recortan el tiempo que pensabas largar porque lo tienes que compartir con los que conviven en esa versión política del pelotón de los torpes.
A causa de ese humorismo involuntario que tan a menudo se da en la política (especialmente, en la catalana), a las chicas de la CUP les toca compartir el grupo mixto con Aliança Catalana, el partidillo de extrema derecha que dirige la alcaldesa de Ripoll, Sílvia Orriols, señora de armas tomar a la que le da un parraque cada vez que se cruza con un árabe o con un español (o con cualquiera que no sea catalán por los cuatro costados). Estoy convencido de que a la CUP le habría encantado promover el aislamiento de Aliança Catalana vía eso que llaman cordón sanitario, pero ¿cómo lo van a hacer si han acabado compartiendo escaños porque ni sus cuatro diputados ni los dos de la señora Orriols han logrado pillar grupo propio?
De todos modos, las cosas podrían haber salido aún peor para la colla pessigolla que dirige Laia Estrada (¡ánimo, chicas!). Imaginemos que les toca compartir el grupo mixto con Vox: la tangana sería permanente entre los sectores más delirantes del nacionalismo catalán y el español. Como el roce hace el cariño, yo creo que la inicial hostilidad de la CUP hacia los matamoros de la de Ripoll puede ir menguando a medida que vayan compartiendo sesiones en el Parlament. A fin de cuentas, tampoco hay tantas diferencias entre la CUP y Aliança Catalana, pues se trata de dos partidos racistas y supremacistas, cada uno a su manera: la CUP odia a los españoles y los de Orriols odian a todo el mundo que no sea catalán.
Aliança Catalana es meapilas y de extrema derecha, mientras que (se supone que) la CUP es de extrema izquierda y aspira a una Cataluña independiente entre castrista y bolivariana (¡Dios les conserve la vista! ¿Seguro que conocen a sus conciudadanos?). Pero, a la hora de la verdad, lo que se impone en ambas formaciones es el odio a España, por lo que siempre habrá maneras de llegar a acuerdos, por irrelevantes que sean.
En la CUP son partidarios de solidarizarse con cualquiera que no sea español, mientras que Aliança Catalana comparte con Marine Le Pen la teoría del reemplazo, según la cual, los moracos, que se reproducen como conejos, acabarán sustituyendo a los catalanes, que parece que nos lo pensamos mucho antes de traer un hijo al mundo (y debe ser cierto, ya que los primeros catalanes del año siempre se llaman Mohamed, Gupta o Khadija: menos mal que la señora Orriols combate personalmente el reemplazo y tiene cinco vástagos, cinco). Pero, aparte de esto (¡pelillos a la mar!) son más las cosas (lamentables) que les unen que las que los separan. Y compartir unos bocatas y unas birras en el bar del parlamentillo contribuirá, sin duda alguna, a limar asperezas.
Por no hablar de que la desgracia une mucho y de que la irrelevancia compartida levanta el ánimo de cualquier iniciativa política de esas que no cuentan con un gran respaldo de la población.