Obedeciendo a mi creciente (y puede que preocupante) tendencia a la misantropía, me disponía a pasar una apacible Semana Santa enclaustrado en mi domicilio y dedicándome a mis actividades favoritas: leer, escribir, dormir y atiborrarme de series en Movistar o Netflix. A lo sumo, pensaba aventurarme en el exterior para comprar la prensa, hacerme con vituallas y, probablemente, entrar en alguna iglesia --siempre fuera del horario de misas-- para sentarme en un banco, pensar en mis cosas y esperar una epifanía que no llega nunca. Es una costumbre que tengo, muy propia de los agnósticos a los que les gustaría creer, y más de una vez he estado a punto de seguir el ejemplo de Isabelle Adjani en la película de Andrzej Zulawski La posesión y plantarme ante la efigie de Cristo crucificado para echarme a llorar, a ver si el Salvador se ablandaba y se decidía a dirigirme la palabra de una vez.
Hace poco, me quejaba en esta misma sección de la Semana Santa de mi infancia, que me resultaba aterradora por su negritud y su aburrimiento, por sus cirios, sus saetas y sus tíos con capirote, pero estos días a punto he estado de echarla de menos; sobre todo porque ahora se le puede dar esquinazo a la exhibición pornográfica de la fe, que puede que mueva montañas, pero resulta una pesadez para los que no gozamos de ella. ¡Qué más quisiera yo que ser como el padre Cruells de mi infancia en los escolapios, que un día nos dijo que, aunque le demostraran la inexistencia de Dios, él seguiría creyendo en Él gracias a la fe!
Este año los catalanes hemos conseguido reinventar la Semana Santa gracias a la fe en un nuevo Mesías, el cesante Carles Puigdemont
Pero resulta que este año los catalanes hemos conseguido reinventar la Semana Santa gracias a la fe en un nuevo Mesías, el cesante Carles Puigdemont. Debí olerme la tostada cuando sor Lucía Caram --seguida poco después por Joan Tardà-- tuiteó una comparación entre KRLS y JC Superstar, a raíz de la detención del expresidente y su encierro temporal en el penal alemán de Neumünster, que albergó, por cierto, al gran escritor Hans Fallada (1893-1947), autor de la mejor novela que uno haya leído sobre las alegrías y miserias del alcoholismo, El bebedor, publicada póstumamente en 1950: el alcohol, como la religión y la patria, también tiene una mística, aunque sus creyentes te lo hagan dudar cada vez que se caen del taburete.
El procés siempre ha tenido un componente religioso. Establece una división entre los creyentes y los que no lo son, entre los que tienen fe y los que carecen de ella. Ese componente se ha visto potenciado por el prendimiento del Mesías un domingo de ramos. Y la Semana Santa tradicional --que debe seguir celebrándose, pero en sordina, pues hasta el abad de Montserrat está más preocupado por el destino de Puchi que por el de Jesucristo-- ha sido sustituida por una semana de pasión nacionalista. Las procesiones se han convertido en las manifestaciones de Òmnium y la ANC. Los capirotes son ahora los hoodies de los creyentes de los CDR, que parecen una mezcla de los Jóvenes de Acción Católica y las Damas del Ropero, pero en versión alternativa. Las misas se celebran en el Parlament, bajo la atenta supervisión de monseñor Torrent, empeñado en superarse a sí mismo y proponer como Sumo Sacerdote de la tribu --tras haberlo intentado con un prófugo de la justicia y un presidiario-- a un presidiario prófugo de la justicia. Todos estos actos sagrados son convenientemente retransmitidos por TV3, que contribuye con entusiasmo a crear la imagen de unos nuevos cristianos maltratados por esos nuevos romanos que son los españoles (incluyendo a los catalanes impíos).
Un calvario sustituye a otro, pero los creyentes siempre acaban imponiéndonos su agenda a los demás.