Si existiera en nuestro país un equivalente del tribunal de La Haya centrado en los crímenes contra la cultura, no me cabe la menor duda de que el banquillo lo estrenaría Josep Maria Mainat gracias a esa impecable trayectoria profesional que arranca con La Trinca y brilla especialmente durante todos los años que ha dedicado a la fabricación de telebasura, género desde el que ha contribuido como pocos a que los españoles fuesen más idiotas de lo que ya eran antes de los programas de la productora Gestmusic, que el hombre controlaba a medias con Toni Cruz tras haberse librado convenientemente del tercer trinco, Miquel Àngel Pasqual.

De un tiempo a esta parte, Mainat se ha convertido, junto a Lluís Llach, en uno de los principales voceras del independentismo procedentes del mundo del, digamos, entretenimiento. Satisfecha la pasión que ha regido toda su vida, el amor al dinero (hasta de ducharse con billetes a paletadas, como el tío Gilito, se cansa uno), Mainat se consagra al amor a la patria a golpe de tuit, aunque sin descuidar la divulgación seudo científica y la aspiración a la inmortalidad con todo tipo de pastillas y tratamientos (esfuerzo inútil, pues todos sabemos que el único ser humano que no morirá jamás es el guitarrista de los Rolling Stones, Keith Richards).

Ahora se ha cabreado con este diario por una información publicada sobre el Trapero de los virus, Oriol Mitjà, cuya solvencia profesional nadie pone en duda, aunque es innegable que no le hace ascos a lo de dejarse querer por el régimen, siempre necesitado de héroes. Según Mainat, para publicar el artículo que le sacó de quicio, había que ser un hijo de puta. Lástima que su catadura moral no lo convierta precisamente en la persona más adecuada para emitir esa clase de juicios.

Lucrarse con la telebasura no es un delito, pero sí un motivo para estarse callado y tratar de pasar desapercibido, que es lo que hace su camarada Cruz, un ejemplo de discreción y prudencia. Y predicar el odio a lo que consideras el país vecino cuando te has forrado gracias al dinero que te embolsabas entonteciendo a la población española es, aparte de una forma de ingratitud, una muestra de cinismo considerable: mucho mejor quedarte en tu mansión de Canet emulando al tío Gilito e inflándote de melatonina. Aunque también es verdad que en su localidad natal no se le aprecia mucho: como me comentó un lugareño, cada vez que han intentado sablearle para alguna iniciativa social en beneficio de la comunidad, Mainat les ha dado con la puerta en las narices. Por ese motivo, es poco probable que dedique ni una ínfima parte de su fortuna a la lucha contra el coronavirus: es mucho mejor, entre ducha y ducha de billetes, tuitear alguna inconveniencia sobre España o aplaudir la última ocurrencia de alguna lumbrera independentista. De todos modos, no descarto que tenga un gesto y acabe contribuyendo a la investigación científica con algún billete de mil pesetas que se le olvidó cambiar por euros en su momento.

No hay en la carrera de Mainat ni un solo conato de búsqueda de una muy necesaria redención. Lo que ganaba con la telebasura lo invertía en más telebasura para amasar más dinero. Puede que otro hubiese arrimado el hombro ante las necesidades de su población natal o hubiera producido una película de arte y ensayo en las antípodas de toda su trayectoria previa, pero Mainat no ha hecho ni eso. Con tuitear por la independencia, va que chuta. Su hoja de servicios a la cultura está en blanco o llena de manchas, pero la de servicios al régimen mejora a diario. Suerte tiene de que el equivalente del tribunal de La Haya para crímenes contra la inteligencia solo sea un delirio mío.