Después de doctorarse en ineptitud, recortes sociales, charlatanería digna del mejor Cantinflas y una capacidad insuperable para liarla parda, a Artur Mas solo le faltaba hacer el ridículo en público para poner broche de oro a su carrera política (por llamarla de alguna manera). Ese requisito que no atesoraba hasta ahora lo cumplió con creces en su última alocución, hace unos días, cuando intentó, sin éxito, presentarse como una especie de patriarca del independentismo que asiste, quejoso y contrito, a la manipulación de su glorioso legado por gente que no le llega ni a la suela de los mocasines náuticos con los que se desplaza en verano por el yate que alquila su amigo Vilajoana para bogar por las Baleares de caldereta en caldereta (nota: Vilajoana es a Mas lo que Matamala a Puigdemont).
Y mira que la cosa, en principio, no parecía demasiado difícil, teniendo en cuenta que los dos sucesores del Astut en el cargo de presidente de la Generalitat son dos majaderos de nivel cinco como Puchi y Torra, pero ni así consiguió nuestro hombre que nadie se tragara esa nueva personalidad que se ha inventado de patriarca de Cataluña que clama (en el desierto) por la unidad (imposible) de sus desastrosos herederos. Ayudado por una barba con pretensiones de madurez y responsabilidad, el Astut intentó conseguir que nos olvidáramos de que él es el principal responsable del clusterfuck en el que nos encontramos, mientras trataba de situarse au dessus de la melée repartiendo culpas entre JxCat, el PDECat y demás catervas independentistas. No, no se va con su sucesor porque lo considera un mindundi que se ha venido arriba desde que se metió en el maletero del coche que lo trasladó a Bélgica. Sí, se queda en el PDECat de sus amores, de su historia política y sentimental, de su 3%, pero que tampoco ahí esperen gran cosa de él, pues se considera un gigante de la historia reciente de Cataluña en comparación con Bonvehí y compañía.
Promete trabajar para la unidad del independentismo, pero nadie le cree. Y lo que es peor: resulta evidente que su aparición pública no fue más que una maniobra de autobombo para presentarse como lo que nunca ha sido: un político sensato, un hombre cabal y un fino estilista de las relaciones humanas especializado en la resolución de conflictos. Y su discurso no fue más que un intento chapucero de lavar una imagen con más roña que el cuello de la camisa del padre alcohólico de Karl Ove Knausgard.
El legado de Artur Mas es una birria que sus sucesores han convertido en dos birrias. Suerte tiene de no haber acabado en el talego --por sus años de mandamás en aquella cueva de ladrones que fue CDC-- y de que no le hayan embargado todas sus posesiones. Debería dar gracias por ello al Altísimo y ahorrarnos espectáculos tan bochornosos como el de su última comparecencia pública, que solo sirvió para demostrar que, además de ser un liante del quince, un irresponsable y (probablemente) un corrupto, también se le da muy bien hacer el ridículo con su propia y penosa versión de El otoño del patriarca.