Cuando te echan de un bar porque llevas una papa del quince y te has convertido en un engorro para el resto de la clientela, tienes dos opciones dignas y una francamente ridícula. Las dignas son:

1) Dejarte expulsar sin alharacas y sin soltar inconveniencias, consciente de que te has pasado tres pueblos o, por el contrario, indignado (en silencio) ante la poca correa que tienen en ese local.

2) Negarte a abandonar el establecimiento y pedirle otra copa al camarero más cercano. O sea, plantar cara al establishment. El problema de esta gallarda reacción radica en que lo más probable es que se materialicen dos armarios roperos humanos que te agarren por el cogote y por el fondillo de los pantalones y te saquen del local a empujones y (puede que incluso) a sopapos.

Cualquiera de estas dos opciones es preferible a hacer el ridículo diciendo que te vas, de acuerdo, pero no porque te estén echando, sino porque tú quieres. Pasando de la dipsomanía farruca a la política, yo diría que esta tercera opción, la del ridículo, es la que han adoptado los principales partidos catalanes con el tema de la lengua catalana y su supuesto blindaje.

Ante la orden del TSJC de impartir el 25% de las clases en castellano, el gobiernillo podría haber optado por las respuestas dignas: obedecer o desobedecer. Pero ha preferido la vía del ridículo con ese pacto entre ERC, Junts (semi descolgados a última hora por órdenes de Waterloo), PSC y comunes en el que se hace como que se desobedece a la justicia española, pero en la práctica se la obedece con algunos matices destinados a aparentar que no nos echan del bar por ser unos borrachos atorrantes, sino que nosotros nos vamos porque queremos.

Eso que llamamos “el pacto por la lengua” no es más que una manera vergonzante de intentar salvar la cara para que no nos la partan los matones del bar en el que hemos montado el numerito: aquí nadie tiene ganas de que le inhabiliten y quedarse sin los pingües emolumentos que se cobran por ejercer de padre (o madre) de la patria.

El pacto por la lengua es una manera de asumir lo del 25% de clases en castellano haciendo como que no lo asumimos ni pensamos cumplirlo, una manera de intentar aliviar la dignidad herida, una manera de hacer como que se desobedece a la autoridad sin realmente hacerlo. Habría bastado con aceptar la resolución judicial, pero eso era impensable para una gente que aspira a la independencia, pero carece de la voluntad, los recursos y el quórum necesarios para implementarla sin acabar cayéndose con todo el equipo (como ya pasó hace unos años).

A efectos prácticos, eso sí, puede que no haya diferencia alguna entre la obediencia al TSJC y esa discreta insumisión que plantea “el acuerdo por la lengua”. Eso parece sugerir la actitud de pesos pesados (extremadamente pesados, diría yo) del procesismo como Carles Puigdemont, Quim Torra o Lluís Llach, que ya han manifestado su indignación (junto a los directores de todos los diarios digitales subvencionados por el régimen) ante lo que consideran una bajada de pantalones de los líderes independentistas. Personalmente, estoy llegando a la conclusión de que igual ese pacto por la lengua no está del todo mal gracias a quienes se oponen a él: algo que irrita a Puchi, al tío de la ratafía y al hombre del gorrito a la fuerza ha de tener algo de positivo.

Bienvenido sea, pues, el “acuerdo por la lengua” si equivale a obedecer las órdenes del TSJC. Y si, como a los borrachos pillados en falta y expulsados del bar, a nuestros próceres les da por decir que no obedecen al Estado opresor, sino que otorgan carácter vehicular al castellano por decisión propia, pues que con su pan se lo coman (el ridículo). Por lo menos, han demostrado estar en contacto con la realidad, algo que no puede decirse de héroes de la independencia como Torra y Puigdemont, cuyas principales contribuciones a la causa consistieron, respectivamente, en colgar pancartas a destiempo y darse a la fuga tras liarla parda.

Llámenle “acuerdo por la lengua” o conveniente obediencia, da igual. Y sí, nos podrían haber ahorrado el numerito del beodo haciéndose el digno para evitar que le zurren la badana. Pero entonces ya no serían quienes son, ¿verdad?