Si nuestros chapuceros golpistas de octubre de 2017 son presos políticos, no hay duda de que se trata de los presos políticos más raros e inusuales del mundo: en vez de vivir entre rejas, como les correspondería, disfrutan de permisos constantes, de terceros grados, de mítines donde largan sin tasa y hasta de entrevistas en la televisión (supuestamente) pública de Cataluña, donde su director, Vicent Sanchis, les da conversación durante más de una hora y sin preguntarles nada que les pueda sentar mal. Afortunadamente para el espectador no lazi (caso de que exista, lo cual dudo mucho), los entrevistados se retratan solos y no hace falta que el entrevistador les busque las cosquillas. En el caso del beato Junqueras, pudimos comprobar una vez más lo falsa que es esa imagen que se gasta el muy hipócrita de hombre bueno y dialogante que solo quiere lo mejor para Cataluña en particular y la humanidad en general. El beato quedó como lo que es, un tipo soberbio, iracundo, rencoroso y mezquino cuya idea de la felicidad consiste en amargarle la existencia a más de la mitad de sus conciudadanos. Sus intentos por emular al Pobrecillo de Asís (San Francisco, para los no familiarizados con su apodo) cada día resultan menos creíbles, pues cada día le cuesta más fingir y siempre acaba traicionándose en el peor momento, como hizo hace unos meses en una entrevista en El País y volvió a hacer el otro día a lo largo de la conversación mantenida con Sanchis.
También Puigdemont se retrató este domingo en el encuentro televisado con Sanchis: si lo peor de Junqueras es la soberbia (y el desprecio hacia cualquiera que no piense como él), lo más grave de Puchi es, directamente, la insania mental; si ya no tenía muchas luces cuando era alcalde de Gerona (las justas para facilitar las trapisondas económicas de su amigo Matamala, convertido posteriormente en mayordomo de la Casa de la República que no existe, idiota) y como (breve) presidente de la Generalitat se mostró inepto y torpe a más no poder, desde que llegó a Bélgica metido en el maletero de un coche ha ido perdiendo el contacto con la realidad hasta un punto que solo le falta declarar que es Napoleón. Los que le quieren (alguno tiene que haber, y si no, siempre le queda Matamala) deberían convencerle para que, ya que no piensa volver a España por miedo al talego, se internara voluntariamente en alguna institución mental belga en la que pudiesen hacer algo por su averiada psique. Alguien que dice que el 1 de octubre de 2017 se hizo todo muy bien o que la respuesta de la administración Torra a la pandemia del coronavirus es ejemplar es alguien que no está en sus cabales. La manera en que está afrontando la creación de su propio partido --desde el caudillismo y el basureo de cualquiera que no le dé la razón y se resista a ponerse a sus órdenes-- revela claramente (no olvidemos la falta absoluta de un programa político que vaya más allá de alcanzar la independencia no se sabe cómo) que debería ser alejado de la vida pública por su bien y el de sus posibles votantes.
Carles Puigdemont es el exiliado más raro del mundo, de la misma manera que Junqueras y sus compadres son los presos políticos más extraños del universo. Gracias al gobiernillo de Torra, están prácticamente en libertad y no se aprecia en ellos el menor propósito de enmienda. De ahí que desde Madrid se esté estudiando seriamente la posibilidad de volverlos a enchironar como Dios manda (ya puestos, podría valorarse también la conveniencia de retirarle a la Generalitat las competencias sobre prisiones), lo cual ya ha indignado a nuestros ilustres políticos (supuestamente) presos. Como si se hubiesen puesto de acuerdo previamente, todos han tuiteado lo mismo: que lo de la justicia española con ellos es venganza.
Siguen creyendo que no hicieron nada punible. Uno de ellos, incluso (el barbudo del mullet), insiste siempre que puede en que volvería a hacer lo que hizo. Entre los que no se coscan de sus delitos y los que se declaran dispuestos a repetirlos, esta pandilla basura no merece andar suelta ni que TV3 dé voz a sus miembros más siniestros, a esos cabecillas de una banda criminal que deberían estar, respectivamente, en una mazmorra y en la habitación acolchada de un manicomio. En cuanto a los demás, allá ellos si quieren llamar venganza a lo que a otros nos parece justicia: intentar buscarle la ruina a más de la mitad de los habitantes de un paisito al que dices amar con locura no debería salirle gratis a nadie, como pudo comprobar en su momento el teniente coronel Tejero.