En Cataluña, el gobierno autonómico y el Ayuntamiento de Barcelona cada día se parecen más: a falta de actos concretos que contribuyan a mejorar la vida del ciudadano, se opta por gestos que no sirven para nada, pero cuestan poco y te hacen quedar bien con tus leales.

Torra no gobierna porque dedica todo su tiempo a fabricar mundos alternativos en los que se encuentra divinamente --un día el Consejo de la República Inexistente, el siguiente, un grupo de debate que conduzca a un fórum que lleve a un Proceso Constituyente que desemboque en una constitución fantasma de la que no se responsabilizará nadie para esquivar el talego del mundo real, y así sucesivamente--. Y Colau va ampliando la base de personas y colectivos que ya no pueden más de su ineptitud mientras aprueba una propuesta de la CUP (por una cuestión de principios éticos e intelectuales, toda iniciativa de la CUP debería ser rechazada) para reprobar al rey y solicitar (amablemente, sin acritud, de buen rollo) la abolición de la monarquía. Mientras tanto, los problemas de la ciudad se van incrementando sin que Ada & The Pisarellos den la impresión de que se están matando por resolverlos.

Aquí nadie está contento con su destino político. El presidente suplente de una comunidad autónoma se considera el segundo de a bordo de una nación milenaria a la que no se le deja aire para respirar, y una alcaldesa propone cambios de sistema políticos de alcance nacional que no forman parte de sus (in) competencias. Como solía decir mi difunto padre, “¡hasta los gatos quieren zapatos!”.

Para echar más leña al fuego, Generalitat y Ayuntamiento se echan mutuamente la culpa de todo lo que va mal en Barcelona. Los pedecatos tienen incluso el cuajo de sacar de vez en cuando un periodicucho llamado El Run Run, cuyo único objetivo es poner de vuelta y media a la alcaldesa. Pero yo --parafraseando a John Lennon cuando pilló a Mick Jagger hablando mal de los Beatles-- les digo: “Aquí el único que puede poner verde a Colau, soy yo: vosotros, pandilla de corruptos del 3%, más vale que os calléis”. No es lo mismo sufrir a Ada desde la soledad de un apartamento del ensanche que desde los palacetes y los yates obtenidos con la mangancia de los últimos 30 años. Calladitos estáis más guapos, pedecatos (o cridaners, o como os llaméis en vuestra próxima y poco creíble reencarnación).

Ada Colau es la cruz del ciudadano que ve cómo su hábitat se deteriora a ojos vista, no la de quienes aspiran a poner a un separatista consensuado en su lugar. Colau es la cruz de los vecindarios degradados; de las víctimas de los narco pisos; de Renfe --que ha llamado 600 veces al ayuntamiento en lo que va de año para que le desalojen a los manteros del intercomunicador de Plaza Cataluña porque si pasa una desgracia, la evacuación parecerá El coloso en llamas--; de los bares que se quedan sin terraza porque sí; de los floristas que invaden el espacio público --no como los manteros, que se integran en él de manera ejemplar--; de una Guardia Urbana a la que no se deja hacer su trabajo, de cualquier interesado en la cultura que ve cómo no sale del ayuntamiento ni una sola propuesta interesante; del que ni sabe de qué va la multiconsulta ni le importa; del que quería una alcaldesa de izquierdas y se ha encontrado con el perrito faldero de los independentistas…

Antes de pedir la abolición de la monarquía, Ada & The Pisarellos deberían solucionar alguno de los problemas de la ciudad. Me parece muy bien que sean republicanos de corazón y que duerman envueltos en la bandera tricolor mientras suena el himno de Riego en forma de nana. Como si quieren ser testigos de Jehová, devotos de la Iglesia de los Santos de los Últimos Días o fans de Rasputín. Pero todo eso lo pueden hacer en sus ratos libres. Echar un día de trabajo a los cerdos para pedir algo que ni siquiera está a su alcance no es más que una forma activa de absentismo laboral.