Escuchar a los patriarcas del PSOE se ha convertido en lo más parecido a leer el Antiguo Testamento. La historia del pueblo elegido contada por profetas que nos advierten de los riesgos que implica separarse de la senda de la tradición. En comparación con el discurso, por denominar de alguna forma los mensajes presidenciales de Pedro I, el Insomne, que nos prometía la vacuna contra la pandemia cuando era imposible comprar una mascarilla, no es que los históricos tengan razón en sus mensajes --muchos de ellos son los primeros responsables de la degeneración de la política española--, es que al menos saben mentir con más oficio. Sánchez y los suyos son un interludio, la evidencia empírica de que en la vida (política) casi todo degenera hasta convertir en caricatura lo que antes se nos presentaba como epopeya. 

Por supuesto, nunca hubo tal. Las nuevas generaciones que dirigen el PSOE son herederos de un patrimonio (relativo) que repudian salvo para, como hizo la Iglesia sobre los cimientos del Imperio Romano, sustituir de forma irreversible a sus antecesores. No han hecho nada solos. Simplemente han heredado lo que sus mayores consolidaron, haciendo cierta la frase que dice que en una empresa familiar --¿acaso son otra cosa los partidos políticos?-- los fundadores del linaje crean, sus sucesores disfrutan las rentas y los herederos de los sucesores la arruinan. Ésta es la encrucijada de los socialistas, que han tirado a la basura su historia política para mantenerse en el poder, sin importarles los motivos, los medios ni los fines de una hegemonía imposible de mantener porque ni es éste el viento que gobierna las urnas --la repetición electoral de noviembre fue un fracaso-- ni tampoco lo que auguran los sondeos de opinión. 

Los socialistas (o lo que queda de ellos) todavía gobiernan, pero a costa de tirar por la borda los sacrificios de muchos de aquellos que les precedieron. Ars longa, vita brevis, decían los clásicos. Algo similar sucede en política: el poder de hoy puede ser perfectamente la calamidad de mañana, aunque en este caso podemos hablar sin temor de la catástrofe presente. Por alguna extraña creencia que no logramos adivinar, la dirección de los socialistas se ha fabricado su propio evangelio, que dice que todos los errores, la ineficacia, las traiciones y las renuncias les serán perdonadas cuando acontezca el día del juicio, que debe ser ese “futuro” al que el presidente del Gobierno se refirió en la presentación de La España que nos merecemos 2021-2026, su supuesto proyecto político para el próximo lustro. 

¿En qué consiste este prodigio? Nadie lo sabe, más allá de los argumentarios de rigor, incluso después de haber sido oficialmente presentado en sociedad. La única conclusión que puede obtenerse del acontecimiento es que los socialistas confían en mantener de forma indefinida su baraka --ese término que tanto usó González, al que sus herederos quieren callar-- y han tirado el sentido crítico por el desagüe. No está mal si lo que persiguen es su suicidio político. Distinto se antoja si la intención era dar esperanzas a la militancia, que eligió a Sánchez cuando todavía dormía bien. Más que una victoria, su reconquista de Ferraz fue una suerte de venganza: la alternativa planteada por los poderes fácticos no sólo del PSOE, sino del Ibex y de la España oficial, alimentada por todos los patriarcas, era el peronismo rociero de Susana Díaz, que sólo gozaba de la simpatía --como le ocurría a la prensa de Madrid-- de quien no la conocía, circunstancia que, igual que la juventud, se soluciona con el tiempo. 

En aquellas primarias, Sánchez sólo podía triunfar porque su electorado --los militantes de base-- en buena medida piensan lo mismo que él: es nuestro momento. No es ajeno a lo que ocurre en otros partidos, con la diferencia de que los cachorros que aspiran a matar al padre saben que incluso los homicidios naturales implican pagar un precio. En el PSOE, en cambio, no: sus dirigentes, y parte de su militancia, viven dentro de un espejismo (presupuestario) que les hace pensar que simplemente invocando los fantasmas de la guerra civil tienen garantizada la nómina (pública) y la razón. Craso error: sacar a Franco del Valle de los Caídos no ha evitado que cayeran en la trampa de Podemos, convertido en un partido vertical e igualmente cesarista y hayan terminado pactando su supervivencia con el independentismo catalán y la marca política que representa al terrorismo vasco, descartando así la alternativa de Cs.

Esta coyunda, que Sánchez presenta como un logro de estabilidad, nada tiene que ver con un proceso de normalización democrática. Ni ERC renuncia a la vía unilateral del procés ni Bildu ha hecho acto de contrición alguno. Los primeros, que aspiran al indulto de sus dirigentes sediciosos como última consumación de su desafío a la Constitución, prometen volver a repetir su gesta en cuanto tengan la menor ocasión; los segundos continúan homenajeando en público a los asesinos de, entre otras muchas víctimas, socialistas insignes, como Ernest Lluch. Habría que perder la razón y carecer de memoria, ese concepto que tanto manosean los socialistas cuando se trata de engañar a la pobre gente, para obviar el tamaño de la degeneración moral que supone la estrategia cortoplacista de Sánchez I.

Los socialistas quizás puedan practicar con devoción el olvido interesado, pero resulta mucho más dudoso que lo haga una sociedad conmocionada por el holocausto de la pandemia --donde se manipula hasta el número de muertos--, que sabe que está arruinada y endeudada como nunca antes y cuyo futuro tiene la forma de una pesadilla. Que la derecha amplifique el viraje involucionista que ha tomado la política española para reemplazar a la actual mayoría parlamentaria no significa que el relato del desastre español carezca de verosimilitud. España es irreformable porque su partitocracia también lo es. Quienes la fundaron y disfrutaron nunca aceptaron ser sustituidos. Y a sus sucesores les da igual todo: desde las infames muertes en los asilos a la prohibición del español en Cataluña. Mientras ellos se suicidan a cámara lenta, todos caminamos decididos hacia el abismo. No future, cantaban los Sex Pistols.