Madrid, rompeolas de todas las Españas, ha sido finalmente confinada por un Gobierno que lleva meses ignorando los efectos mortales de la segunda ola de la pandemia con el peregrino argumento de una cogobernanza en favor de las autonomías que no figura en la Constitución, y que es un simple señuelo para librarse de la inevitable erosión política ante la ciudadanía. No se trata de una distopía, aunque lo parezca. Es la realidad de la España del presente, cuyo futuro ha dejado de ser una hipótesis para convertirse en un imposible. Este lunes celebramos la Fiesta Nacional de una nación con más enemigos interiores que exteriores, sin nada en realidad que conmemorar, salvo nuestro suicidio como sociedad. 

La estabilidad del Ejecutivo, artificial desde el primer día de una legislatura incierta que es el resultado del fracaso político de Sánchez, El Insomne, en la segunda vuelta de las elecciones generales, ha quedado comprometida en función de cuál sea el porvenir judicial del Marqués de Galapagar, para el que un juez ha pedido formalmente el suplicatorio. Mientras Moncloa pregona que estamos salvados gracias a los dineros europeos –que además de condicionados son inferiores a lo que se dice–, Europa aprueba la letra pequeña de las ayudas contra el Covid, que establecen que, tras sólo 15 meses de moratoria y flexibilidad con el déficit, todas las reformas pospuestas durante la última década deberán convertirse en realidad. Traducido: veremos una nueva reforma laboral y el recorte sistemático del sistema de pensiones, además de una duradera subida de impuestos. 

Bruselas nos ayuda para que dejemos de ser como somos –un país sin remedio–, pero todos los indicios apuntan a que persistiremos en nuestra identidad ancestral, goyesca, barroca y estéril, hundiéndonos definitivamente en el pozo de la locura colectiva. Madrid representa el símbolo perfecto de esta esquizofrenia: los políticos libran a su costa una batalla a vida o muerte donde los ciudadanos son rehenes de cada bando. Ayuso, que no ha hecho nada para limitar la expansión del contagio en la capital de España, guerrea con un Gobierno central que primero acepta celebrar con un alarde de banderas una reunión entre presidentes en la Puerta del Sol similar a la de dos jefes de Estados distintos para, días después, decretar un cerrojazo que no será operativo, al llegar tarde, mal y sin el más mínimo sentido de la eficacia. 

La economía real se hunde en el subsuelo y los cazadores de rentas se preparan para el gran asalto a los hipotéticos fondos de la UE, que probablemente nos serán denegados por incumplir las condiciones impuestas y, al mismo tiempo, exigir una solidaridad que no nos merecemos. El panorama no deja mucho lugar para la duda: al igual que el procés de Cataluña desestabilizó la política estatal, dislocándola, la espiral cerril de la vida pública española se ha convertido en el mayor episodio de inestabilidad potencial en Europa. Sólo falta que Podemos proponga un referéndum equivalente al Brexit para inmolarnos mientras resuena la pólvora de la inconsciencia, los cohetes de artificio ascienden hacia el cielo (para a continuación caer por la ley de la gravedad) y los ambulatorios se colapsan. ¿Queda algo que pueda salir mal? Seguro, es cuestión de esperar. Y de seguir escarbando.

Parece increíble, pero España parece estar regresando, como si viajara en un túnel del tiempo,  a su más pretérito: el siglo XVII, inicio de su decadencia imperial. Igual que entonces, gasta más de lo que ingresa, puede y tiene; su hacienda depende de los banqueros alemanes –los genoveses quedan fuera de esta analogía– y, a falta de colonias, se enreda con la ficticias nacionalidades interiores. Vivimos en un país sin terminar que alardea y presume de su ignorancia. Quevedo, actor y testigo de aquel hundimiento, lo resumió en sus Décimas a la decadencia de la monarquía, dirigidas al conde-duque de Olivares, valido de Felipe IV, cuya milagrosa exactitud de entonces nos ilustra sobre la hora del presente:

Toda España está en un tris / y a pique de dar un tras, / ya monta a caballo más / que monta a maravedís. / Todo es flamenco país / y toda cuarteles es / al derecho o al revés / su faz alterado han / el rebelde catalán / y el tirano portugués. / A España se ha trasladado / de Italia y Flandes la guerra, / siendo señor de la tierra / el atrevido soldado; / la campiña y el poblado / roba su codicia impía / con militar osadía; / que es la guerra, en conclusión, / para muchos perdición, / para pocos granjería. / Ignórase la ocasión / de este mal, que aspira a eterno, / si es de España mal gobierno / o es divina permisión; / creo que ambas cosas son: / que Dios, por nuestros pecados, / para castigar culpados, / aunque su remedio advierten, /permite que en nada acierten / los sabios y los letrados.