Las urnas han despejado la gran incógnita de las derechas --no suman; lo de Andalucía fue una excepción histórica-- pero no aclaran cómo va a gobernarse España durante los próximos años: si desde el centro-izquierda o mediante un nuevo pacto con los nacionalistas, incluidos sus arietes independentistas. Este misterio (relativo) será el argumento esencial del ciclo postelectoral, que se abre ahora y se extenderá hasta las municipales de finales de mayo.

Los resultados del 28A tienen bastante de ritornello: estamos ante una repetición de la misma melodía entre dos intervalos musicales distintos. La pieza musical es básicamente la misma que antes: el PSOE continuará en el poder; el PP ha cosechado un rotundo fracaso en el vodevil de su supuesta renovación; Cs crece pero no termina de avanzar lo necesario para sustituir a los conservadores y Podemos se ha hundido, devolviendo a los socialistas muchos de los votos logrados en el último lustro. Éste es el paisaje que nos dejan las elecciones. Es muy similar al anterior, aunque incluye variaciones decorativas sobre el mismo tema.

La más evidente: Sánchez I ya puede quitarse el atributo (irónico) con el que llegó a la Moncloa tras la moción el censura --el breve--, pero la victoria otorgada hace apenas unas horas por los electores no es ni mucho menos rotunda, sino circunstancial. Es probable que pretenda gobernar en solitario --sus 123 diputados lo consolidan como un líder duradero para el PSOE, para quebranto de los viejos patriarcas y el terror de sus opositores internos--, aunque antes tendrá que negociar su investidura con Podemos y, quizás, con parte de las fuerzas nacionalistas, entre las que figuran el pragmático PNV, los soberanistas catalanes y hasta los independentistas de Bildu. No es, pese a todas las sonrisas, una victoria feliz, pero sí más holgada y directa --pues procede del voto de los ciudadanos-- que la interinidad con la que ha gobernado durante sus escasos meses en la Moncloa.

Las expectativas de Vox, que hace sólo cinco meses sacudió el tablero de la política española desde el Sur, no se han visto cumplidas. Los silencios de las encuestas no eran verdes. La irrupción en el Congreso de la fuerza de Santiago Abascal da la impresión de que ha servido más para destrozar al PP del neoaznarismo, que tendrá que replantearse todo de nuevo, y beneficiar al PSOE, que para trastocar la jerarquía interna del bloque de las derechas, donde Cs se ha instalado por voluntad propia y con una vocación duradera. No es probable que salga de este nudo. Para Rivera supondría tener que desdecirse de todo lo dicho sobre Sánchez, aunque la situación también puede verse de otra forma: el retorno de los socialistas a la senda constitucional pudiera ser la hipotética transaccional de una abstención naranja en la investidura.

El estreno de Vox en las Cortes, pese al alivio de unos y al desencanto de otros, no es una noticia menor: la ultraderecha española, que no contaba con una marca política propia desde la Transición, ha logrado pasar de 40.000 votos a recibir 2,5 millones. Su reconquista, como aquel lejano asalto a los cielos del primer Pablo Iglesias, va a ser larga y costosa, pero no está detenida. Esta evidencia nos conduce a otra: el bloque independentista ha vuelto a ganar en Cataluña, donde los soberanistas han logrado 22 diputados y ERC se consolida como la nueva cabeza de la hidra del independentismo en perjuicio de la fórmula Puigdemont. España no quiere un retroceso hacia el pasado --lo cual explica la debacle del PP y el frenazo de Vox-- pero en su periferia política sigue incubando un inquietante radicalismo --independentista por un lado, tradicionalista por otro-- que amenaza su estabilidad institucional.