La política peninsular, ese caos que nos obliga a votar casi sin descanso, sin que esto signifique que seamos más demócratas, se parece cada vez más al retrato de las Españas que en 1645 --año del Señor, como todos-- inmortalizó Francisco de Quevedo en La hora de todos o la Fortuna con seso, una fantasía moral que, a través de la ficción alegórica, nos describe un mundo imaginario donde la Fortuna transmuta el desorden reinante en rigor y convierte la hipocresía en verdad manifiesta, trastocando así todas las convenciones políticas y sociales.

El resultado es bastante peor al desorden ancestral. El mensaje del libro es que un mundo justo donde todos dijéramos lo que pensamos, y obtuviéramos aquello que en justicia nos merecemos, puede ser aún más ingobernable que el real. Quizás por eso nuestra política, basada en las artes del teatro y la mentira, necesita incidir una y otra vez en los mismos espejismos. Llevamos así meses: las izquierdas (supuestas) mantienen su eterno enfrentamiento familiar mientras las derechas tratan de sumar fuerzas (desde la diferencia) para un asalto al poder.

Los socialistas sólo quieren los votos a su izquierda para hacer políticas de derechas. En Podemos, ante la imposibilidad de tomar el cielo por asalto, dudan entre firmar la rendición o convertirse en los mayordomos con librea de aquellos que hace no demasiado tiempo querían destruir. El PP explora la cohabitación con sus iguales. En Cs todavía no se han enterado de que nunca liderarán las derechas y los ultramontanos de Vox inauguran su etapa institucional, con corbatas incluidas.

Mientras todo esto acontece en la Corte del Reino, la maquinaria institucional continúa detenida --sin remedio-- a las puertas de una nueva crisis económica mundial, la inaudita extensión de la epidemia del populismo y la supresión (indiscriminada) del parlamentarismo en una de sus cunas históricas: Reino Unido. El cuadro no deja demasiado lugar a las dudas: la democracia, para nuestros gobernantes, sólo sirve para refrendar sus propios deseos. Si los votos les obligan a desistir de ellos o a modificarlos en función de cualquier circunstancia, de pronto, las urnas les parecen prescindibles o, en su defecto, las reabren una y otra vez hasta que se adapten a sus caprichos.

Así sucedió en Cataluña. Ocurre ahora en Inglaterra y, en cierto sentido, también acontece en España, donde no se ha cerrado ni el Congreso ni el Senado --todavía-- pero Sánchez, el ungido, nos quiere hacer votar hasta que digamos exactamente lo que quiere. Decía Quevedo que los dones y talentos que la naturaleza reparte entre la humanidad son indiferentes. Las cosas, estrictamente, no son buenas ni malas. Son aprovechables (en función de nuestros anhelos) o despreciables. Es una ley aplicable a nuestros días.

En Barcelona, la ola de inseguridad confirma que ya hemos iniciado el inquietante camino hacia la brasileñalización urbana, mientras el autogobierno continúa preso del delirio nacionalista, expectante ante la sentencia del Supremo. En Madrid las élites económicas, ciegas ante las demandas sociales, continúan encerradas en su bucle endogámico. En Sevilla continuamos atrapados en un cambio que consiste en dejarlo todo como está. Ante semejante panorama podríamos decir, a la manera de Quevedo, que vivimos en una democracia sin seso: a sus dioses, consagrados a la exquisita vida olímpica, sólo les interesan sus negocios. El futuro de los míseros mortales les trae absolutamente al pairo. Bienvenidos al nuevo curso político.