Los filósofos clásicos creían que la virtud residía en el término medio, una idea condensada en el concepto del aurea mediocritas que, con frecuencia, se confunde con la equidistancia y el relativismo. Nada que ver: la verdadera sabiduría consiste en evitar los excesos, no en ignorar la realidad. En ser recto en lugar de ciego. Los escritos del juicio por el golpe de Estado en Cataluña, que a unos les parecen excesivos y a otros ofensivos, son básicamente un baño de realidad que devuelven a los independentistas al territorio del prosaísmo y, al mismo tiempo, muestran cómo el Gobierno está dispuesto a mentir para prolongar una interinidad política que desmiente las promesas esenciales de la investidura de Sánchez I. Ni hay estabilidad ni las cosas se han serenado. Son motivos más que suficientes para convocar elecciones.

Todo indica que los socialistas no están por la labor, aunque el precio sea perecer en las mullidas moquetas de los ministerios y, de paso, alimentar el fantasma del nacionalismo español, tan cerril como el periférico. Los hechos son tozudos aunque todos insistan (por conveniencia) en negarlos y hasta edulcorarlos. Sí: hace un año en Cataluña hubo un golpe contra el orden constitucional; en efecto, un grupo de iluminados utilizaron el dinero de todos para financiar una rebelión que ni ellos mismos se atrevieron a consumar. Y tercero: se ejerció la violencia, en unos casos de forma tácita y, en otros, efectiva.

La petición de prisión de la Fiscalía está justificada, aunque ya veremos en qué queda en el juicio. No ocurre lo mismo con el escrito de la Abogacía del Estado, que consuma la coyunda que vincula al sanchismo con el independentismo. Ambos practican con entusiasmo el infantilismo: “nuestros actos” --piensan los soberanistas-- “no deberían tener consecuencias porque todo es negociable”; “la gente entenderá que hagamos gestos”, creen en el Gobierno, que se resiste a descartar un indulto que lleva meses en el cajón del Consejo de Ministros.

La justicia ha quebrado el delirio de unos pero, en cambio, no ha conseguido infundir un mínimo de prudencia a un Ejecutivo que ni cuenta con el respaldo de las urnas ni con mayoría suficiente para gobernar. La insumisión institucional impulsada por el nacionalismo contra la mitad de los catalanes --y el resto de los españoles-- no es un pecado venial, sino un delito categórico. El prusés no era un juego, sino una guerra contra el Estado que, igual que haría cualquier democracia, responde aplicando la ley con rotundidad.

El independentismo se estrella otra vez con la realidad. Han perdido. Y lo saben. Entre otras razones porque quien evoca todo el rato a sus mártires es porque carece de héroes. El dúo Puigdemont-Torra va perdiendo la hegemonía en favor de ERC. Los llameantes proclaman que “el pueblo de Cataluña nunca aprobará los presupuestos del Estado”, pero la reacción popular, de momento, ha sido mustia: concentraciones de devotos, velas, banderitas y el folclore de quienes todavía piensan que burlar la ley es inocuo.

Más preocupante es la deriva del Gobierno, que ha rebajado --sin éxito-- la gravedad de los sucesos del 1-O para hacer un guiño a las élites independentistas, pero en lugar de justificar esta decisión política abiertamente prefiere negar --el último momento Carmen Calvo-- que el presidente calificara alguna vez de rebelión el pulso nacionalista. La mentira, en directo, siempre es excitante y, paradójicamente, sincera: sin que los nacionalistas hayan hecho ni un mínimo acto de arrepentimiento hemos visto a los socialistas retratarse. Impagable momento. El Gobierno de Sánchez I ha acercado a los presos a Cataluña, mira hacia otro lado ante los episodios que evidencian que el nacionalismo se ha batasunizado y se resiste a descartar el indulto. ¿Qué ha conseguido a cambio? Absolutamente nada.

Los socialistas insisten en que es necesario “desinflamar la situación y dialogar”. ¿Sobre qué? Una democracia no debe --ni puede-- discutir sobre la aplicación de la ley, que es la piedra sobre la que se sostiene. El Gobierno está atrapado en una espiral de desgaste acelerado que amenaza incluso la solidez del Estado. Su conducta expresa debilidad, soberbia y bisoñez. Todo al mismo tiempo. La ministra Meritxell Batet expresó muy bien la confusión que reina en la Moncloa: “Sería mejor que no hubiera presos”. También lo sería que nadie hubiera dado un golpe de Estado. Pero lo dieron. La realidad, como escribió Serrat, no tiene remedio.