Lo hemos escrito en alguna ocasión: las palabras cuentan. En España, ese perfecto galimatías, sin embargo, su significado tiende a mudar en función de cuáles sean los intereses en liza, lo que evidencia las trampas –y egoísmos– que condicionan la discusión pública, donde a cosas que desde antiguo cuentan con su propio nombre se las denomina por conveniencia de manera distinta. Detrás de un eufemismo habita algo aún peor que una mentira: una media verdad. Tenemos un ejemplo en el debate sobre la capitalidad cultural compartida entre Madrid y Barcelona, una idea resucitada tras el acuerdo suscrito por Pedro Sánchez y Ada Colau esta semana, después de la entrevista entre el presidente del Gobierno y el Ciudadano Torra, jefe virtual de la Generalitat, inhabilitado por la Justicia para el cargo que todavía ocupa.

La propuesta, apoyada por amplios sectores sociales de Barcelona, consiste básicamente en que la Capital Condal reciba anualmente del Estado –que administra los impuestos de todos– una aportación económica para equipamientos culturales de naturaleza extraordinaria, al margen de la cantidad que ya percibe, del orden de 25 millones de euros. Hay quien piensa, entre ellos el ilustre Manuel Valls, que se trata de una fórmula inteligente para combatir al independentismo, que aspira a controlar las instituciones locales de Barcelona para ponerlas al servicio de su causa tribal. La prueba –dicen– es que la iniciativa ha contado ya con la significativa displicencia de Torra que, fiel a la tradición nacionalista, juzga la fortaleza cultural de la capital de Cataluña como un obstáculo para el éxito de su distopía regresiva. 

Desde luego, es una forma (optimista) de verlo. Porque los hechos históricos demuestran lo contrario: cada vez que el Estado ha mostrado su apoyo sin fisuras en favor de Barcelona, como ocurrió en 1992 al respaldar la candidatura de los Juegos Olímpicos, la pertinaz respuesta del nacionalismo, que ocupa desde hace cuarenta años, en sus distintas variantes, las instituciones, ha sido la deslealtad. Hasta llegar al procés. 

La idea de la bicapitalidad, en realidad, no es más que la consolidación del bicentralismo que, de facto, rige la correlación de fuerzas políticas en España desde hace décadas. Especialmente en el ámbito cultural. Tiene, eso sí, un problema argumental: implica aceptar, por quienes se han opuesto al desafío soberanista, parte de los frutos de la guerra tribal que el independentismo libra con el resto de España. Fundamentalmente porque considera válida la tesis de que quien se salta la ley tiene derecho a recibir –como fórmula de apaciguamiento– alguna compensación –que financiaremos todos– por dejar de hacerlo.

Lo trascendente, según esta perspectiva, no son los principios, ni la realidad estadística, sino la conveniencia; en este caso, el interés por atenuar el volcán catalán hasta la siguiente erupción. Como si los volcanes –especialmente los nacionalistas– soltasen lava por un factor diferente a su propia naturaleza. Como mecanismo pedagógico, además, es un error: cualquier padre y madre saben perfectamente que recompensar al hijo que trata de imponer su voluntad sobre sus hermanos es la mejor manera de crear un tirano. 

Barcelona es, desde el siglo XIX, la segunda capital de España en términos demográficos, sociales, económicos y políticos. Su liderazgo cultural no es únicamente un hecho, sino una tradición que se concreta en el desarrollo del sector editorial –la primera industria cultural–, el activismo de su rico tejido teatral o el número de librerías, bibliotecas y espacios culturales, en buena medida nacidos gracias a la abundante iniciativa privada. Todo esto ya sucedía a finales del franquismo y, con los inevitables altibajos, se ha mantenido hasta nuestros días.

La Capital Condal, igual que Madrid, es una urbe que además atrae a ciudadanos de sitios diversos, talentos contrastados y culturas dispares. Es una metrópolis mestiza que, mediante esta apertura al mundo, desmiente el anhelo de pureza que canoniza el nacionalismo. Que sus actores culturales reclamen más recursos económicos es natural, pero no debería olvidarse que los recortes en inversión cultural –una competencia esencialmente autonómica– sufridos en los últimos tiempos no han sido tanto decisión estatal como regional. De la Generalitat. 

En toda España, como hemos explicado en Letra Global, la revista cultural de este diario, la burbuja impulsada por los poderes autonómicos durante las décadas previas a la crisis se vino abajo sola, dando como resultado un sinfín de equipamientos artísticos zombies por falta de presupuesto. No es tanto un problema de centralismo, que obviamente existe, sino de la réplica a escala menor de éste, sumada a la falta de una verdadera cohesión territorial, que es el principal problema de este país, por detrás del mercado de trabajo y la vivienda. 

España siempre ha funcionado culturalmente con una lógica dual: Madrid y Barcelona, que compiten entre sí en lugar de cooperar, en buena medida debido el factor nacionalista, acogen una de cada dos funciones teatrales que se organizan España y copan tanto el público (53,3%) como la recaudación (71,5%) del sector de las artes escénicas. El mercado editorial también está concentrado en ambas capitales. Juntas suman el 93% de la facturación del negocio del libro, un saldo que todavía beneficia a Cataluña (50%) en relación a Madrid (42%).

No cabe hablar pues de un único centralismo cultural. Lo que existe es una polarización. Barcelona ha logrado mantener vivo este patrimonio cultural a pesar del nacionalismo, pero, en términos reales, no existen argumentos para defender un agravio en relación al resto de España. O no en mayor medida que urbes como Zaragoza, Valencia o Sevilla, a las que el Gobierno central niega cada año, desde hace lustros, inversiones para proyectos culturales de idéntico rango. 

El discurso sobre el centralismo de Madrid no es un monopolio catalán. Es un problema general que afecta a toda España, incluida la interior, como muestran las reivindicaciones de provincias como Teruel, León o las dos Castillas. Pero el problema, frente a lo que afirman algunos, no es político porque estos territorios, igual que Cataluña o Andalucía, cuentan con autogobiernos desde hace décadas, sin que tal institucionalización haya redundado en un mayor grado de desarrollo. Es de eficacia. Y, sobre todo, es mental.

Nombrar a Barcelona bicapital obviamente beneficiará a la Ciudad Condal, pero no resolverá el asunto de fondo, que es la ausencia en España de un verdadero equilibrio territorial. Es bastante discutible que la idea pueda dejar sin argumentos al independentismo –los dogmáticos se mueven por la fe, no por la razón– y tiene la desagradable desventaja de mercadear, de una u otra forma, con la cultura del falso agravio que tanto daño ha hecho a la imagen de la Cataluña razonable.