Si hacemos caso a André Bretón, ilustre poeta surrealista, “el pensamiento y la palabra” son sinónimos. En efecto: pensamos con el lenguaje y las palabras desvelan nuestros juicios incluso si practicamos la hipocresía, que es uno de los múltiples nombres de la política. El aspecto más asombroso de las conversaciones sobre la investidura que mantienen el PSOE y ERC, además del secretismo –que los negociadores nos presentan como “discreción”–, es la puesta en escena (vía comunicados) de sus conversaciones. Ambas partes redactan sus propios partes de guerra. Siempre medidos y hueros. Positivos y optimistas. 

Del primer cónclave hicieron dos escritos separados. Del segundo hubo un comunicado conjunto en el que, además de insistir en que el PSC se sienta en la mesa –lo cual no es un presagio que induzca al optimismo, dada la tibieza de los socialistas catalanes con los independentistas–, se anuncia que el único punto de consenso consiste en asumir que en Cataluña existe “un conflicto político”. Lo que nadie explica (en el PSOE) es en qué consiste. Salvo en la mente de los que creen que es un problema la obligación de respetar las leyes y los derechos de quienes no piensan como ellos, en Cataluña no hay ningún “conflicto político”. Lo que existe es un desafío interesado contra la ley sancionada.

ERC sí ha hecho una singular lectura del término. El “conflicto político”, a su entender, deriva de la imposibilidad de ejercer una soberanía --que jurídicamente no existe-- y defender el derecho --imaginario-- “del pueblo catalán” --otra ficción-- a la autodeterminación --más fantasía--. Todas estas cosas quedan fuera de la Constitución, pero el PSOE no ve ningún problema que no pueda solucionar “el diálogo”. Hasta con la muerte podemos, llegado el momento postrero, llegar a un acuerdo que consista en darle la razón. ¡Qué grande es el diálogo

Los socialistas, maestros del relativismo (moral), pero que tienen la extraña afición de juzgar (moralmente) a los demás, no quieren entrar en molestas interpretaciones. Se entiende. Para ellos, las palabras son formas vacías de contenido: no tienen más significado que el que convenga en cada instante, según sea su interés. Montaigne, creador del ensayo moderno, sostenía que cualquier término es propiedad compartida entre quien lo pronuncia y aquellos que lo escuchan. Dicho de otra forma: los significados de las palabras son convenciones culturales asentadas en el tiempo. Las palabras cuentan. Y, en política, son esenciales. 

Que los socialistas, que son la primera fuerza parlamentaria, rubriquen un documento donde se enuncia que en Cataluña existe “un conflicto político” implica darle la razón (retórica) a los nacionalistas, probablemente como primer paso para entregarles algo más: parte de nuestra cartera y la dignidad. La transacción --que de esto trata esta vaina-- consiste en garantizarse la abstención de los republicanos, o quizás su voto favorable, para continuar en la Moncloa a cambio de un mecanismo --¿acaso la famosa fórmula Caamaño?-- que termine con una consulta a la carta, por supuesto sin la participación de los principales afectados: todos los españoles.  

Llevamos meses oyendo a los heraldos del PSOE, igual que curas subidos a un púlpito, contándonos el cuento de que ERC es la solución a la crisis catalana. Evidentemente, los hechos los desmienten: el líder de los republicanos, Sor Junqueras, ha sido condenado por la Justicia por un delito de sedición. Desde el primer día, ERC ha alimentado el chantaje contra la democracia española; imperfecta, sí, pero infinitamente más llevadera que el régimen norcoreano que aspira a instaurar el soberanismo. Negociar bilateralmente con ERC asuntos que afectan a todos y asumir sus tesis supone abrir la puerta a que la crisis catalana, que ha roto la convivencia en Cataluña hasta el punto de hacer crecer el odio, la intolerancia y la violencia callejera, acabe contaminando al resto del país. 

El precio de la investidura de Sánchez I, el Insomne, es la polarización de la sociedad española. Lo más probable, a medida que se desvelen las cesiones que los socialistas están negociando con ERC, es que surjan tensiones en el seno del PSOE. Ahora están alzando la voz los patriarcas, mientras sus herederos callan por puro interés personal o estrategia de supervivencia, como es el caso de Susana Díaz, otrora Júpiter tronante y ahora muda ante este apaño. Las derechas --PP, Cs y Vox-- avivarán, sin duda, la mecha, sacando a la calle a los ciudadanos contrarios a ceder ante los nacionalistas e intensificando la presión política contra los socialistas. Entre los dirigentes del PSOE existe inquietud ante este cuadro. Probablemente la inseguridad se transforme en pánico (político) cuando en sus pueblos, en sus ciudades o en sus respectivas regiones empiecen a detectar que el descontento social crece hasta el punto de que les impide caminar por la calle con tranquilidad. Nada asusta más a un político que la censura popular.

Los socialistas, cuya posición en Cataluña es la razón esencial del incremento de respaldo electoral de Vox, creen estar vacunados ante el virus del nacionalismo. Esta partida, sin embargo, puede terminar destruyéndolos. Conviene recordar que, antes del punch de Ferraz, del que el presidente en funciones salió como un mártir, a Zapatero ya lo jubilaron anticipadamente los barones socialistas. El PSOE de Sánchez sustituyó a los virreyes por los militantes para evitar otro cuartelazo, pero si abre la puerta a la disolución de España, quizás contemplemos pronto un remake de Fuenteovejuna. Confucio lo escribió alto y claro: “Cuando las palabras pierden su significado, la gente pierde su libertad”.