La redacción de la nueva ley de Vivienda ha generado una gran tensión entre las dos formaciones que integran el gobierno, pues poseen una distinta visión de los mercados de compraventa y alquiler. La disparidad de criterios se sustenta en tres pilares: la función realizada por los inmuebles residenciales, los derechos de propietarios e inquilinos y el grado de intervención de la Administración.

Para el PSOE, la vivienda es un activo que ofrece prestaciones a los que la utilizan y también a los que la adquieren para obtener una plusvalía mediante su venta o unas rentas mensuales por su arrendamiento. En otras palabras, le reconoce tanto valor de uso como de cambio y estima que cualquier legislación debe equilibrar los derechos de los propietarios e inquilinos. Está a favor de un intervencionismo light.

Para Unidas Podemos, el valor de uso es el único importante. Al ofrecer los inmuebles residenciales servicios similares a los de los artículos de primera necesidad, la formación considera que las adquisiciones realizadas por los inversores ponen en peligro el acceso a ellos por parte de numerosas familias.

La coalición electoral cree que dichas compras son las principales culpables de la generación de burbujas especulativas en el mercado de compraventa y de la fijación de precios excesivos en el del alquiler. Por tanto, las normas que los regulan deben tratar de impedir ambos problemas, priorizar las adquisiciones de viviendas para vivir en ellas y asegurar el uso social de las efectuadas por los inversores.            

La traslación de los anteriores criterios al mercado de arrendamientos supondría un aumento de los derechos de los inquilinos y una reducción de los de los propietarios. Por tanto, la nueva legislación tendría un gran sesgo hacia la defensa de los intereses de los primeros. Los últimos verían restringida su capacidad para decidir a quién alquilan su vivienda, el tiempo durante el que lo hacen y el importe de la renta mensual.

En consecuencia, en su último programa electoral, la formación promete el regreso de los contratos indefinidos y la fijación de precios máximos de alquiler. Los primeros fueron utilizados en nuestro país desde la promulgación del denominado decreto Bugallal (21 de junio de 1920) hasta la entrada en vigor del conocido como Boyer (9 de mayo de 1985). Este último liberalizó los futuros arrendamientos y dejó al arbitrio de las partes su duración.

El gran intervencionismo de Unidas Podemos contrasta notablemente con la posición del PSOE y tiene como precedente la política de vivienda diseñada por el franquismo. El control de alquileres fue establecido en la primera LAU (ley de arrendamientos urbanos de 1946) y continuó vigente hasta 1985.

Dicho control perjudicó notablemente a los arrendadores, pues las rentas subieron bastante menos que el IPC e hicieron que las viviendas de alquiler dejaran de ser rentables en términos absolutos y relativos. En algunas, los gastos incurridos superaron los ingresos recibidos y, en casi todas, los rendimientos de las letras del Tesoro y los bonos excedieron a los generados por ellas.

Los anteriores factores, junto con el aumento de la antigüedad del parque de alquiler, incitaban a desprenderse de los pisos arrendados. No obstante, los propietarios por su venta no podían obtener el precio de mercado, sino uno sustancialmente más reducido. El motivo era el derecho de adquisición preferente que la LAU de 1964 otorgaba al inquilino y, si a éste no le interesaba la compra, el respeto por parte del nuevo casero del contrato firmado.

Los propietarios de edificios más avispados evitaban realizar cualquier reforma significativa y esperaban pacientemente la declaración de ruina del inmueble. Si así sucedía, el contrato de arrendamiento se extinguía y el precio de los pisos aumentaba. Por dicho motivo, así como por la escasa capacidad para repercutir el coste de las obras en los recibos de alquiler, el estado de numerosos inmuebles antiguos era cada vez más deficiente.

Por tanto, las principales repercusiones de las medidas adoptadas fueron una gran disminución del parque de viviendas en régimen de arrendamiento y el progresivo deterioro de los edificios dedicados a él. En 1953, los pisos de alquiler representaban el 51% del mercado residencial en España, siendo las provincias de Madrid (82%) y Barcelona (81%) las que contaban con un mayor parque.

Unos porcentajes muy diferentes de los proporcionados por el Censo de Población y Viviendas de 1991, seis años después de la liberalización del mercado. La cuota de los inmuebles residenciales de alquiler en las tres demarcaciones se situó en un 13,9%, 16% y 23,2%, respectivamente.

En definitiva, de forma progresiva, Unidas Podemos pretende implantar una legislación que combine el alquiler indefinido con la limitación de los precios. En otras palabras, el regreso masivo de los contratos de renta antigua. Para valorar la repercusión de dichas medidas no hace falta estudiar los mercados de Nueva York, París, Viena o Berlín, basta con examinar lo que sucedió en España entre 1946 y 1985.

Las ventajas del análisis del pasado provienen de la similitud existente entre las medidas propuestas por la nueva formación y las establecidas por la dictadura franquista. Aunque constituyen dos opciones ideológicamente contrapuestas, poseen al menos un punto en común: el diseño de una política de vivienda populista. La primera para ganar votos, especialmente entre los jóvenes. La segunda para evitar cualquier protesta masiva de inquilinos.

Dichas medidas favorecen a algunos arrendatarios y perjudican a todos los arrendadores. Entre los primeros, solo lo hacen a los que tienen alquilada una vivienda que responda a sus necesidades presentes y futuras. En los próximos años, los que quieran arrendar una lo tendrá cada vez más difícil, pues la contracción de la oferta y la reducción de la movilidad de los actuales inquilinos hará que disminuya notablemente el número de pisos disponibles.

Debido a los anteriores motivos, una ley que beneficia a unos pocos y perjudica a muchos es mejor evitarla, aunque detrás de ella esté el grupo de presión constituido por diversos Sindicatos de Inquilinos. Unas asociaciones que no defienden los intereses de los jóvenes, ni de los arrendatarios actuales que quieren cambiar de vivienda, sino de los propios miembros. Es lo que hacen todos los lobis, sean de derechas o izquierdas.