Jordi Clos, el patrón de Derby Hotels, cumbre del mecenazgo catalán
Clos tiene el arte en las venas y en cada uno de sus hoteles constata sus distintas pasiones, en un momento de cerril soberanismo
2 mayo, 2021 00:00Si Cataluña es un país de industriales y mecenas, podemos concluir que Jordi Clos es la mejor síntesis actual de ambas cosas. Cuando puso en marcha el antiguo Palacio Vedruna en Pau Claris esquina Valencia y conservó su fachada original supimos que iba a pasar algo gordo. Allí inauguró Clos el Hotel Claris, en cuyo interior uno se siente parte de aquellos chaflanes barceloneses de glorieta y plumilla al sol de media tarde. Fue en 1992, el año olímpico en el que los hoteleros de la ciudad vistieron sus mejores galas ante la nueva competencia de las cadenas internacionales. Su interior esconde un atrio con una cascada de agua, visible desde tres ascensores panorámicos. Abundan los mármoles de titano enmarcados de wengué o de roble envejecido.
Clos atraviesa hoy el esplendor de la tercera generación; desde Joaquim Casellas, el suegro de Jordi, hasta Joaquim Clos (hijo) y actual director general de la cadena. Casellas, fue uno de los propietarios del Hotel Derby, que abrió sus puertas en la calle Loreto en 1968. En la década de 1970, Jordi Clos rediseñó el establecimiento, agilizó la gestión y adquirió las participaciones de otros socios, como los Esteve y los Trias de Bes. Así nació el primer hotel dúplex de España tomado del Soho de NY, donde Clos vivió algún tiempo. Pero este hombre, que ha dado varias vueltas al planeta, no es precisamente un sedentario. Vive el presente en movimiento, como si fuera el motor de la emoción y lo resume en esta trilogía: “el vínculo emotivo con mis hoteles, el edificio histórico único donde se implantan y el arte como vivencia cotidiana”. Su constante mueve dos conceptos: “motivación y aventura”, lo dice así, sin complejos.
En su cabeza lleva un empresario de éxito: ha presidido el Gremio de Hoteleros y es uno de los refundadores de Fira Barcelona, el gran escaparate de la economía catalana. Pero además, en su empeño como amante del arte y coleccionista anida el secreto de aquellos descubridores británicos de la Reina que agotaron África y Asia enteras; ha recorrido el Masai Mara de Kenia, el delta del Okavango (Botsuana), el Serengueti de Tanzania; se ha sumergido en las aguas del lago Victoria, como el gran Richard Burton que descubrió las fuentes del Nilo. Practicó la caza civilizada en la brousse africaine del apasionado paisajista Nicolau Rubió i Tudurí; se adentró en el cauce que cubre el Sahel (frontera sur de Europa frente al mundo del furtivo y del terror, donde han caído ahora dos grandes reporteros españoles); atravesó el Atlas para llegar a Costa de Marfil y Sierra Leona, sobre el estuario de Freetown. Sentó su investigación sobre el animismo del arte sagrado en Nueva Guinea-Papúa y recopiló piezas incontables del mundo africano con el mismo ardor con que lo hizo Albert Folch-Rusiñol (el ex patrón del Grupo Titán), hasta el punto de adquirir parte de la colección de este último, conservada por su hija, Helena Folch-Rusiñol Corachán.
El arte en las venas
Desde sus comienzos, Clos lleva el arte en las venas. Sus establecimientos contienen alrededor de unas 5.000 piezas de todo tipo, desde colecciones de arte popular de Oceanía, hasta pinturas de los grandes maestros contemporáneos, pasando por las piezas del antiguo Egipto, la auténtica marca de la casa. ¿Por qué hostelería y creación? “¿Hay algo más creativo que el viaje?” Viajar es descubrir y no precisamente paisajes y personas “sino conocer el latido de tus propios límites”.
“A veces pertenecemos a lugares en los que no hemos nacido”, escribió Predag Matvejevic en el pórtico de su Breviario mediterráneo, auténtica guía para los adoradores del sol, como DH Lawrence, Henry Miller, Norman Lewis o Durrell. Y esta es la pulsión de Jordi Clos, cuando entra en juego Egipto. Hoy se le van los ojos detrás del Grand Tour romántico de Byron, pero de niño, sin saber el porqué, puso sus ojos en el mundo de los faraones: “A los 12 años hice un trabajo escolar en los Escolapios de Balmes, pensando en los grabados del dios de Tebas y en las novelas de difusión de la época, como Sinué el egipcio”, explica el hotelero.
La adolescencia no acepta condicionantes: “es el latido de una vida entera”. Clos lo supo por el reflejo de una fascinación infantil y sin embargo, muchos años después, el coleccionista descubrió, en el Valle del Nilo, el Gran Templo de la dinastía Ptolemaica: “Son 2.300 años de historia devastados por los cristianos coptos, 300 años antes de cristo; estos últimos, devotos y obsesos de la cruz, enterraron sus enormes bloques llenos de jeroglifos y levantaron sobre ellos una catedral cristiana”.
El hilo conductor de la curiosidad
La desolación es, en el fondo, un paisaje porque hay belleza en las ruinas. La expedición permanente de Clos ha desenterrado 70 bloques a lo largo de los años y muy pronto, en el célebre Museo Egipcio de Barcelona, una institución singular que él mismo fundó, podrá verse el gran templo en 3D; el Museo instaló, en la localidad de Palau de Plegamans, una excavación con pistas para que los escolares que la frecuentan descubran tesoros. Clos añade una pregunta que le define: “¿Sabes cuantos niños de escuelas visitan cada año nuestra excavación? Pues 35.000 niños; son escolares que sienten la atracción del antiguo Egipto, dibujan y levantan con sus manos figuras, capitales bases, etc”. Si en la cima de la fusión entre la hostelería y la cultura colocamos a Jordi Clos, debemos coronarlo de laurel, cuando hablamos de la Egiptología. Su hilo conductor es el remotismo del que hicieron bandera simbolistas y modernistas. Pero por encima de cualquier consideración, hay un motor para todo lo que levanta esta dinastía de hoteleros de tres generaciones, que él inventó: la curiosidad.
Clos ha convertido sus hoteles en exposiciones: un centenar de piezas de su colección precolombina están en el Claris (tiene unos doscientos 36 más en el Museo de Culturas Del Mundo); el arte africano está en el Hotel Balmes; los baños mosaicos romanos en el Villa Real de Madrid; las joyas étnicas en el Hotel Banke de París, situado junto a la Ópera de Gardnier; en el Hotel Bagués de las Ramblas de Barcelona, las piezas de la Colección Masriera de joya modernista; la serie de Nueva Guinea-Papúa en el imponente Urban de Madrid; en el Gran Derby, los maestros de la pintura contemporánea y finalmente el Hotel Astoria de la calle París de la ciudad condal alberga una colección enorme de Ricard Opisso.
Para este hotelero distinto, Opisso expresa su obsesión por la Barcelona renacida después de la Guerra Civil, su ciudad mestiza, la de Jordi Clos, un niño nacido en El Raval. El gran dibujante Opisso entró de aprendiz en el estudio de Gaudí en la Sagrada Familia a mediados de la última década del ochocientos, trabajó en las esculturas de la fachada del Naixement del Templo Expiatorio, compaginó su trabajo en el estudio de la arquitectura, con el dibujo en el Círculo de Sant Lluch y confraternizó en el cenáculo de grandes jóvenes pintores de Els Quatre Gats (Pablo Picasso, Joaquim Mir, Isidre Nonell o Carles Casagemas). Su trayectoria desembocó en la ilustración gráfica del ¡Cucut! de perfil regionalista y traspasó márgenes hasta el izquierdismo republicano de publicaciones como la Esquella de la Torratxa o la Campana de Gracia. Opisso fue un verdadero costumbrista crítico hasta su fallecimiento en 1966. Y el último Opisso es precisamente el de Clos, el de la ciudad renacida, que el hotelero adoró y sigue adorando ahora, en tiempos de desconsuelo y soberanismo contrito, cerril, vergonzante.