El caso del ministro Garzón resulta muy ilustrativo de la incomprensión política contemporánea, que afecta a los propios actores institucionales y a la opinión pública. La creación de un ministerio --Consumo-- con escasas competencias y que responde a una política de cuotas electorales --Izquierda Unida dentro de Unidas Podemos, Unidas Podemos dentro de un Gobierno de coalición-- no inquietó a nadie: hemos hecho frente a una brutal crisis pandémica y económica con más de veinte ministerios en el tintero, cuando es de sobra conocido que en situaciones de emergencia la coordinación, coherencia y agilidad gubernamental es clave para tomar la iniciativa política. En cualquier caso, se nos ha dicho --y es verdad-- que las coaliciones generan gobiernos grandes y con ello hay que acarrear.

Es probable que Alberto Garzón tenga razón en muchas de las cosas que dice. Por ejemplo, poca duda cabe que, si queremos reducir nuestra huella ecológica, tenemos que disminuir el consumo de carne y cambiar algo nuestra dieta. Asimismo, no es ningún secreto que en España existen macrogranjas donde el bienestar animal no es el más adecuado, produciéndose unas externalidades en el entorno que los vecinos no tienen por qué soportar ni un poder público preocupado por el medio ambiente tolerar. Ocurre que la mejor manera de afrontar esos problemas no es dar una entrevista a The Guardian y confesar a los mercados internacionales que en España tenemos una agricultura intensiva insostenible, porque entonces terminas dañando los intereses económicos del país y de sectores productivos a gran escala.

El ministro Garzón es un político a la antigua. Sigue creyendo, como buen marxista, que es posible una dirección política de la sociedad y que los males que se producen en esta última son susceptibles de solución mediante el uso del Boletín Oficial del Estado. Proviene de una tradición que tiene una alta desconfianza hacia los procesos económicos --ámbitos donde operaría un mercado alienador-- y hacia la propia sociedad, de la que se descree como medio para proveer a los ciudadanos una cierta prosperidad y felicidad. Coincide, también, con una vanguardia universitaria temible que no está dispuesta a tolerar ni ideológica ni metodológicamente la realización de un cierto bien común fuera del control de la autoridad pública por excelencia, es decir, el Estado.

En mi opinión, esto supone desconocer qué es lo que ha ocurrido con la política y el derecho en la llamada posmodernidad. No me parece adecuado disparar gratuitamente contra este tiempo histórico, como suele hacerse: quizá no haya sido tan malo que los grandes relatos se hayan derrumbado, que el pragmatismo sustituya al combate ideológico descarnado y que miremos con cierta ironía el devenir del mundo. A los alumnos les suelo apuntar, con un cierto aire de derrota y sentimentalismo, que la posmodernidad es comprender que la legitimidad del poder proviene de la sociedad, con sus intereses, sus fracturas y, sobre todo, su fuerza para generar soluciones a los problemas colectivos.

Garzón, si tiene datos --como seguro que los tiene-- sobre la relación entre la mala producción cárnica y las macrogranjas, debiera plantear el asunto al sector, incitar los cambios normativos necesarios en cooperación con otros ministerios y las comunidades autónomas y, si todo ello no fuera suficiente, apelar a la Unión Europea para poner orden en un problema de capital importancia para la era del decrecimiento que parece venir. De lo contrario, sus declaraciones al periódico británico, por bienintencionadas que sean, solo muestran la incomprensión a la que aludía al inicio del artículo: la política está para acompañar a la sociedad, confiar en los sujetos que dentro de ella generan riqueza y ofrecerles un marco normativo estable para que realicen sus actividades con garantías e incentivos. Dirán ustedes que esta es una aproximación “liberal” a la realidad, pero el reciente acuerdo para la reforma laboral, alcanzado por Yolanda Díaz, los sindicatos y la patronal, no hace más que darme la razón.

El acuerdo para la modificación del Estatuto de los Trabajadores tiene un sesgo corporativista y revela cómo la política hoy en día --como la de ayer-- es hacer lo que se puede y no lo que se quiere: el parlamento se ha transformado en una caja de resonancia de pactos que se producen extramuros del procedimiento legislativo, pero ello no es más que la consecuencia de aceptar que somos una sociedad pluriclase, con propensión al consenso y que ha entendido que el derecho ha ido perdiendo su cualidad transformadora y dirigente de la realidad. Esta descripción que acabo de hacer no concuerda, sin embargo, con la pretensión populista de resolver los problemas desde las redes sociales o poblando de normas un ordenamiento que ya no da más de sí desde el punto de vista de la seguridad jurídica.