El PSC propone que se supriman las exorbitantes pensiones de los ex presidentes del Parlament, cuando sufran condena por delitos de corrupción.

Tal iniciativa coincide con el formidable escándalo que protagoniza Laura Borràs, mandamás de la asamblea autonómica y de Junts per Catalunya. La ciudadana se halla a la espera de sentencia por los múltiples mangoneos dinerarios que perpetró cuando lideraba la Institució de les Lletres Catalanes.

Las pruebas acumuladas en el proceso son tan palmarias y de tal contundencia, que todo el mundo da por amortizada a Borràs, comenzando por sus amadísimos compañeros de Junts

Ya se sabe que en el marrullero mundo de la política no hay peor enemigo que los propios colegas de alineación.

Salvo que se obre un milagro, la pobre Laura va camino del correccional para alojarse en él durante una larga temporada.

Casi todas las formaciones representadas en la Cámara han acogido favorablemente la iniciativa socialista de eliminar las bicocas de los convictos. Los cabildeos surgidos al respecto se extienden rápidamente. Ahora pretenden acabar también con el repertorio de privilegios abusivos que los ex gerifaltes de la Generalitat gozan a la chita callando.

Desde que esos dignatarios abandonan la poltrona de la plaza de Sant Jaume se les recompensa con unas prebendas desmesuradas. Incluyen coche oficial, chófer, guardaespaldas, secretaría particular y fastuoso despacho radicado de costumbre en los enclaves urbanos más costosos, con todos los dispendios inherentes.

Por si todo ello no bastase aún, los capitostes perciben otra suculenta sinecura: una pensión vitalicia en efectivo metálico equivalente al 60% del sueldo, en cuanto cumplan los 65 años. Las viudas heredan ese momio de por vida.

En suma, una rapacidad sin tasa y una auténtica merienda de subsaharianos, apoquinada hasta el último céntimo por los contribuyentes vernáculos.

Seis personas revisten hoy la condición de ex mandatarios, a saber, Jordi Pujol, Pasqual Maragall, José Montilla, Artur Mas, Quim Torra y Carles Puigdemont.

El caso de este último clama al cielo. Tras su infame huida por la frontera francesa en el maletero de un coche, disfruta de escoltas, ayudantes y demás beneficios, con cargo al presupuesto del Govern. El deber de los Mossos que lo rodean día y noche no debería ser protegerlo, sino apresarlo por fugitivo de la justicia. Pero ahí sigue él tan campante, sesteando a cuerpo de rey en la mansión de Waterloo, y sin dar golpe, desde hace ya un lustro.

Por si todo ello fuera moco de pavo o grano de anís, el prófugo se las arregló para enchufar a su esposa Marcela Topor en la televisión de la Diputación de Barcelona. Se embolsa 6.000 euros mensuales, por el nada extenuante trabajo de presentar un programa semanal de entrevistas, de audiencia insignificante.

Las mamandurrias de los servidores del Govern jubilados no se limitan a las figuras de los supremos mandarines. Como una pandemia contagiosa, se han propagado también a quienes en un momento u otro de su existencia desempeñaron el puesto de consellers. Incluso el capo de la oposición tiene asegurado por ley un chollo envidiable.

Si los prebostes se dan un opíparo festín de gratificaciones en el reino de Jauja catalán, los subalternos no son menos. El caritativo escalafón de la Generalitat alberga nada menos que 400 paniaguados, que arramblan salarios superiores al del mismísimo Pedro Sánchez, jefe del Gobierno. Nuestro president Pere Aragonès cobra 136.000 euros, un 51% más que el poderoso inquilino de la Moncloa.

La casta que regenta Cataluña desde hace décadas se asemeja cada día más a una oligarquía de cleptócratas que viven como marajás. Mientras tanto, sus inermes súbditos se ven sangrados por un implacable alud de impuestos, sin parangón en el resto del territorio español.

El PSC ha abierto de par en par las puertas del debate público sobre la caterva de gobernantes aprovechados y sus inconcebibles prerrogativas.

Queda por ver si los diputados del Parlament ofrecerán a la feligresía un ejemplo de honradez y decencia para acabar, de una vez por todas, con esas prácticas, propias de repúblicas bananeras y dictaduras africanas.