El radicalismo extremo que comportó la opción de la vía unilateral asumida por el independentismo catalán ha tenido, tiene y tendrá consecuencias políticas, sociales, económicas e institucionales muy graves. La traumática ruptura de la sociedad catalana, no ya en dos mitades confrontadas y enfrentadas sino en una cantidad infinita de pedazos, como si se tratara de un espejo roto a trozos, es una de estas consecuencias tan negativas. También lo son las importantes pérdidas económicas sufridas por el conjunto de la sociedad catalana durante todos estos largos años; unas pérdidas que pueden aumentar todavía más si persiste la grave crisis de seguridad pública actual de Barcelona, que se extiende a otras importantes poblaciones y a diversos puntos del territorio. Los mismos Mossos d’Esquadra califican como la peor crisis de este tipo vivida jamás por ellos. Otra consecuencia muy negativa es la pérdida, dentro y fuera de Cataluña, de la reputación y el prestigio de la Generalitat, en especial de sus últimos presidentes, también de sus gobiernos e incluso del mismo Parlamento autonómico, con todo cuanto esto comporta de profunda desafección ciudadana hacia sus principales instituciones de autogobierno.

Todas estas consecuencias, además de una gravedad extrema, son difícilmente reversibles a corto e incluso a medio plazo. No obstante, quizá la consecuencia negativa más preocupante de todo esto, al menos desde una perspectiva histórica, es que la apuesta del secesionismo por una vía unilateral condenada de antemano al fracaso parece que conduce de modo inexorable al suicidio del catalanismo.

La unilateralidad como vía a la independencia fue un error no solo táctico sino estratégico. Lo fue ya en sus precedentes históricos más conocidos en los años 30 del siglo pasado, con las proclamas de Francesc Macià y de Lluís Companys, ambas de una inutilidad absoluta y con consecuencias adversas no solo para sus líderes sino para el conjunto de la ciudadanía catalana. Lo que ha ocurrido estos últimos años, desde que el cinismo político de Artur Mas llevó a CiU a defender esta opción por intereses estrictamente partidistas, ha tenido ya consecuencias letales para la histórica coalición nacionalista: no existe ninguno de los dos partidos que la integraban. Sucedáneos de ambas formaciones pugnan por convertirse en su relevo, sin conseguirlo. La CDC pujolista pasó a ser un PDeCAT que quedó subsumido por un JxCat que ha pasado a ser un mero artefacto político al servicio personal exclusivo de un fanático como el fugado Carles Puigdemont, que a su vez tiene en el friki Quim Torra su vicario o delegado en la presidencia de la Generalitat.

ERC, que en algunos momentos insinúa un proyecto autónomo diferenciado con claridad del liderado por Puigdemont y Torra, se ha doblegado a éste: en la crisis de seguridad pública más grave sufrida por el conjunto de Cataluña, y de una manera muy especial por parte de su capital, Barcelona, ERC se ha plegado a las órdenes de Torra, y no solo no ha condenado con rotundidad y sin ambages los graves actos de terrorismo urbano protagonizados por los CDR sino que ha acabado por culpabilizar de estos graves delitos a los agentes de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado.

¿Qué queda de aquel catalanismo político histórico, expresión cabal y plural de la catalanidad democrática? ¿Qué quedan de las enseñanzas dadas por Jaume Vicens Vives o Agustí Calvet Gaziel, entre otros? ¿Qué queda del ejemplo de Josep Tarradellas? Perdido en el laberinto del Minotauro, en la ensoñación de un utópico y absurdo viaje a Ítaca sin contar siquiera con la embarcación ni con la tripulación necesarias, el catalanismo se transmutó en nacionalismo, mudó en independentismo y, en una metamorfosis delirante explicable solo por la sumisión a formaciones antisistémicas como las CUP, acabó por apostar por la vía unilateral. Una vía impracticable ya hace más de 80 años, en la época de la República, y que en la actualidad, con España como miembro de pleno derecho de la Unión Europea y con una sólida reputación internacional como Estado social y democrático de derecho, todos sabíamos que conduciría al desastre.

¿Será posible evitar el suicidio del catalanismo? ¿Será posible evitar el suicidio de Cataluña? Está claro que será imposible mientras la presidencia de la Generalitat siga en manos de un tipo como Quim Torra, moral y políticamente tan miserable como para no ser capaz de condenar pública y claramente a los independentistas violentos que, amparados, inspirados y quién sabe si dirigidos por sus amigos y compañeros de los tristemente célebres CDR, han convertido a Barcelona de nuevo en aquella “ciutat cremada” de la Semana Trágica de 1909, cuya tragedia se extendió a gran parte del territorio catalán, como está aconteciendo ahora. Que sujetos como Torra y Puigdemont hayan llegado a la presidencia de la Generalitat es ya en sí mismo una tragedia, que tiene unos responsables bien conocidos. Que ambos individuos sigan controlando el poder político en Cataluña también tiene unos responsables: aquellos que comparten este poder con ellos y se muestran incapaces de retirarles su apoyo. El catalanismo político, la catalanidad democrática, avanzan a galope hacia el suicidio. Y con ello es Cataluña, como sociedad y como país, la que puede terminar suicidándose.