Un estado democrático no puede espiar a un político de no disponer de una orden judicial y aun así, las razones de este seguimiento deberían ser muy convincentes en cuanto a la gravedad del delito que se persigue. El espionaje político es un delito inaceptable en un estado de derecho, sin matices. Y si algún político o autoridad institucional sospecha de haber sido espiado por su propio estado, lo primero que debería hacer es ir al juez para presentar la denuncia correspondiente, incluso antes de la rueda de prensa para mostrar la santa indignación que le invade y acusar a quienes cree responsables de la comisión del delito. Pero esto ya sería para nota.

Una información periodística de dos diarios prestigiosos ha divulgado que el presidente del Parlament, Roger Torrent, y el líder de la oposición en el Ayuntamiento de Barcelona, Ernest Maragall, entre otros, han sido espiados gracias a un software comercializado por una empresa israelí que asegura que solo vende este producto a los gobiernos. El gobierno señalado, o sea el español, niega ningún conocimiento sobre estos hechos; mientras que los damnificados está seguros de la implicación de los servicios secretos españoles.

El caso está servido y es de esperar que Torrent y Maragall no tarden mucho en presentar la denuncia o la querella para poner en marcha la maquinaria judicial y poder llegar al fondo de un asunto grave. Y despejar la primera incógnita, saber si existe o no una autorización judicial, en este caso del Tribunal Supremo, para espiarlos. Si la hay, será interesante saber las razones de tan arriesgada decisión; si no la hay, se abrirá la trampilla de las cloacas para buscar a los villarejos de turno. Mientras estas dos preguntas esenciales esperan respuesta, es probable que se aclare otro extremo de la ecuación, la fiabilidad del marketing de la empresa vendedora: ¿es posible asegurar, sin caer en la ingenuidad, que el producto pensado para espías oficiales no puede adquirirse en el mercado negro?

A falta de respuestas, la gravedad del asunto persiste incólume; ofreciendo a los espiados descubiertos por el periodismo de investigación una potente baza política para la denuncia del gobierno español. La lógica dice que el primer interesado en aclarar las informaciones periodísticas debería ser el gobierno acusado; los acusadores, instalados en el papel de víctimas políticas de un estado desalmado, no tienen ni obligación ni prisa por llegar al fondo de las sospechas, a menos de tener la seguridad de que de tal pifia delictiva se cobrarán la cabeza del ministro del Interior, como mínimo. Y sería justo que así fuera..

Ante una tormenta política de tal magnitud, no hay que descartar ninguna hipótesis. En cuanto caiga por su peso el principal argumento ético-comercial de la empresa proveedora (solo vendemos a gobiernos legítimos), el número teórico de villarejos  se multiplicará y se complicará la identificación de la línea rectilínea que a estas horas enlaza a comprador y vendedor. Para descartar opciones vía judicial habrá que armarse de paciencia, .

A falta pues de emociones fuertes, podemos centrarnos en intentar discernir las razones por las cuales los servicios secretos españoles o los villarejos de turno pudieron concluir el interés de estar al tanto de lo que hablan y hacen Roger Torrent o Ernest Maragall. Por ser independentistas, claro, dirán quienes creen en la persecución de independentistas por el mero hecho de serlo, aunque los números no cuadren. Por ser destacados dirigentes independentistas, podría matizarse para salvar el escollo de la persecución universal, cuya incredibilidad salta a la vista. En este punto, habrá que recordar la extremada ineptitud exhibida por los servicios secretos españoles en su empeño por impedir la celebración del 1-O, resultado, probablemente, de su total desconocimiento del movimiento independentista y de la realidad catalana.

El presidente del Parlament es la segunda figura institucional de Cataluña lo que le convierte en merecedor del mayor de los respetos. Roger Torrent se ha demostrado durante su mandato poco amigo de desobediencias ni de inventos con gaseosa como los exigidos por Carles Puigdemont para poder ser investido presidente desde la distancia, ni siquiera acompañó virtualmente a Quim Torra en su intento de resistencia a perder el escaño de diputado por culpa de unas pancartas en tiempos de elecciones. Las relaciones de estos tres dirigentes no parece que tenga formato de triángulo amoroso, más bien lo contrario; tampoco consta que Torrent vaya a ser, a corto plazo, el hombre fuerte de ERC. Tal vez esconda algún secreto emocionante.

Ernest Maragall viaja con una mochila cargada de experiencia y con mucha información acumulada camino de una merecida jubilación, dispuesto a dedicar el tiempo que haga falta a pedir perdón al mundo por haber permanecido tantos años en el PSC sin darse cuenta de dónde estaba. No se conocen indicios de que su papel en el seno del movimiento tenga mayor trascendencia de la que le otorga su condición de jefe de la oposición al gobierno municipal de Ada Colau. Asusta pensar el número de espiados (oficialmente o por la cloaca) que puede haber en Cataluña de confirmarse las insinuaciones de que el objetivo de escuchar a Torrent y Maragall es derrotar al independentismo por atajos ilegales.