La situación puede dilatarse unos pocos años más, pero al final lo que no fructificó en 1640 con la Revuelta Catalana, pero sí con la portuguesa, puede concluirse casi cuatrocientos años después, con la desestructuración de España como Estado, y para algunos como nación. Si las cosas siguen por el camino que van la República catalana puede ser una realidad, por mucho que insistamos en que España es una de las unidades políticas más antiguas de Europa y que no es fácil que pueda fragmentarse en varios estados independientes. El argumento historicista cuenta con muchos partidarios y no parece fácil que en la actual estructura de la Unión Europea puedan nacer nuevas unidades soberanas, pero nada es definitivo porque, por mucha historia que haya detrás, las cosas pueden cambiar, como tantas veces ha ocurrido. Se afirma que los actuales miembros de la UE son territorios políticos consolidados y reconocidos, basados en la historia del Viejo Continente, en los que no cabe ya ninguna segregación. En todo caso, muchos discursos insisten en fortificar Europa y progresar en una unidad cada vez más asentada y con mayor capacidad de respuesta, con una legislación y una política homogénea. Un camino iniciado en la segunda mitad del siglo XX que ha conseguido superar en parte (solo en parte) muchas de las diferencias culturales, económicas y guerras seculares de los países europeos. Se han puesto las bases de un mercado común, una legislación que afecta a muchas cuestiones de nuestras vidas, una moneda única, un Banco Europeo, una interacción académica en pro de eso que solemos llamar como la esencia de la civilización occidental, aunque todavía estemos lejos de acercarnos siquiera a una estructura federal o confederal. No hemos podido articular una Constitución que defina cuáles son las bases indiscutibles de Europa. Hemos cuestionado si se sustenta en las raíces cristianas o laicas (cuando pueden ser ambas), que comenzó con la Ilustración, y si es posible referirse a una cultura común europea basada en las raíces grecolatinas y de los pueblos germánicos, escandinavos y célticos. Pero aún así se trata de superar, como ya estudió el profesor Sosa Wagner, lo que se asemejaba al Sacro Imperio Romano Germánico, desaparecido a principios del siglo XIX, articulando una cierta unidad política.

Algo de esto veníamos consiguiendo, aunque hemos llegado a un punto donde el engarce entre la soberanía de los estados miembros y una línea común de actuación no está suficientemente consolidado. En los últimos tiempos han aparecido fracturas como Brexit británico o unas políticas alejadas de una idea común de entender la convivencia social y política, como en Polonia y Hungría, principalmente. Junto a ello tenemos la aparición de fenómenos soberanistas dentro de los Estados, e incluso la ruptura de algunos como Checoslovaquia y la proliferación de otros en los Balcanes donde se asentaba Yugoeslavia --algo que ya tenía el antecedente de la separación de Suecia y Noruega en 1905-- y la proliferación de naciones-estados europeas después de la desaparición de la URSS en 1989. Pero los elementos más característicos de una posible disgregación se concentran en Escocia, Cataluña, Euskadi, la zona flamenca belga, el Ulster irlandés y, de alguna manera, en la Italia del Norte. Hay una tendencia a convertirse, con mayor o menor fuerza, en estados soberanos, o la unificación plena como en Irlanda o la reivindicación griega sobre Macedonia. Y esto sin contar con Ucrania, Bielorrusia, Moldavia o Córcega. El caso de España adquiere en Cataluña, tal vez, el punto más sobresaliente. Un territorio donde se desarrolló la revolución industrial, en el que la recuperación de una lengua y una cultura propia  ha ido creciendo desde la segunda mitad del siglo XX, dando apoyo a un movimiento nacionalista, cada vez más mayoritario, que desea proclamar la República de Cataluña.

En esta situación los partidarios de mantener la unidad española mantienen variantes diferenciadas que también se incardinan en la Historia Contemporánea. Los dos grandes partidos, que han sido la base de la gobernabilidad de la España democrática, presentan diferencias notables. El PSOE quiere llegar a un acuerdo con la idea de la España plural, traduciéndolo en un federalismo simétrico o asimétrico. El PP defiende mantener la actual estructura autonómica diseñada en la Constitución de 1978 y la legislación vigente, con pequeños cambios. A la izquierda, Unidas-Podemos, aunque defiende la permanencia de España aboga por un referéndum de autodeterminación en el que decidan los catalanes. Y a la derecha, Vox mantiene un españolismo irredento y aspira a eliminar la autonomía y volver a un régimen centralizado y unitario. Pero los partidos independentistas ya están en otra onda y nada quieren saber de autonomía ni de federalismo. Su único objetivo es un estado, y ante eso el resto de España puede reaccionar de manera constitucional aplicando medidas legales y buscando puntos de diálogos. Pero ello solo es posible con un gobierno de coalición entre PP y PSOE para llegar a un acuerdo sobre las medidas a adoptar, en vista que los caminos de entendimiento están segados y habría que contar con políticos que se deshagan de sus condicionantes partidistas durante un tiempo, teniendo como principal objetivo la unidad de España. En caso contrario, la situación se radicalizará hacia las posiciones de Vox que no tendrá inconveniente en utilizar medidas de fuerza que lleven a un punto cuyas consecuencias son difíciles de prever. A lo que habría que añadir que con la subversión de la legalidad europea se puede terminar con la Unión y dar al traste con lo hasta ahora conseguido, iniciándose un periodo de 'bréxits', con el sálvese quien pueda. Lo que para los españoles sería una tragedia después de tantos años aspirando a ser un país semejante a las históricas democracias europeas.