Los que vivieron bajo el franquismo saben lo que es una dictadura y no la añoran, salvo aquellos que vivieron de la dictadura o que han olvidado lo que fue. Los que por su juventud no la vivieron desconocen lo que es una dictadura, viven en esa libertad generosa de la democracia que les permite, si lo prefieren, ignorar todas las crueldades y desastres de una dictadura. Mayores desmemoriados y jóvenes desinformados juegan hoy con la palabra dictadura por la lejanía de los hechos en el recuerdo, los unos, o su tranquilizadora improbable repetición, los otros.

Desde el independentismo, sus ideólogos, sus políticos y muchos de sus fieles proclaman en foros, tribunas y redes sociales, pintarrajean en paredes, muros y calzadas, vociferan a pleno pulmón y en plena calle: “España dictadura”, “España fascista”, “España represora”, “España, capital Ankara”... todas las declinaciones posibles de maldades fantaseadas, con la agravante que multitudes crédulas les siguen en la calle y en las urnas.

El fenómeno merece estudios multidisciplinares, de historiadores, de politólogos, de sociólogos, de psicólogos, y tampoco estorbarían los psiquiatras. Su rareza, su originalidad, estriba en que la gratuita calificación, por suerte para ellos y para los españoles todos, no se basa en ninguna realidad, en ninguna. Para rebatir el vilipendio no sirve de nada apelar a los datos comparativos en el orden internacional que certifican la calidad democrática de España. Autores y seguidores del calificativo lo son precisamente porque desprecian o ignoran los datos. “Miento y no me importa porque el fin, mi fin, justifica los medios”; “les sigo porque prefiero ignorar”. Eso es perverso, pero no deja de ser una opción libre, que no legítima. La mentira pública y la ignorancia culpable deben ser firmemente combatidas en la política de la democracia.

Tal vez una recreación virtual de un presente paralelo sirva para algo, aunque sirva a pocos. Lo contrafactual sería la existencia de una dictadura e imaginar un secesionismo que hubiera llegado hasta donde ha llegado el actual secesionismo en Cataluña, obviando ahora que éste con toda su imaginativa recreación del pasado no ha logrado identificar ni una sola presencia significativa del secesionismo en la larga noche de la dictadura real. Veamos algunas de las consecuencias de la existencia de la dictadura que tan insistentemente invocan, sólo algunas.

Si España fuera una dictadura no habría aplicación de un artículo 155, que sólo impone, en determinadas circunstancias y respetando estrictos requisitos de procedimiento, cumplir las obligaciones que la Constitución u otras leyes establecen. La Generalitat de Cataluña sería abolida y las instituciones autonómicas, la administración y los cargos de confianza, los medios públicos de comunicación --esa TV3 tan sensible con el procés y sus agentes, tan sensible con el juicio y los procesados-- serían suprimidos de raíz junto con todos los derechos, privilegios y recursos del autogobierno.

Si España fuera una dictadura, los dirigentes secesionistas serían juzgados por un Tribunal de Orden Público --un lúgubre TOP-- sin garantías, miramientos ni transparencia, con un código penal agravado, sentencias inapelables en el ámbito europeo y condenas de cumplimiento íntegro en cárceles del interior o de las islas.

Si España fuera una dictadura, vocear “La autodeterminación no es un delito” sería considerado un delito, y sus promotores llevados ante el Tribunal de Orden Público. Y mucho menos sería posible que una multitud se manifestara detrás de una pancarta con un lema como ese.

Si España fuera una dictadura, la bendita libertad de expresión, tan abusada y tan necesaria, estaría restringida a la “intimidad de los hogares”. Adiós lacitos amarillos tan orgullosamente exhibidos; adiós tanto plástico amarillo aplastantemente presente en el espacio público; adiós pancartas ubérrimas de textos desafiantes y banderas separatistas profusamente ondeadas; adiós a las “murallas cívicas”, a las manifestaciones festivas y seguras en la calle, a las acciones vandálicas de los impunes comandos; adiós, en definitiva, al calificativo gratuito de “España dictadura”.

Si nadie en el universo secesionista es capaz de deducir qué ocurriría --y no ocurre-- si España fuera una dictadura --sin percibir que no lo es--, entonces el estado cognitivo y moral de ese universo es realmente grave.

España no será una dictadura, pero por culpa de la contumaz irresponsabilidad de los dirigentes secesionistas podría llegar a tener un Gobierno menos dialogante que el que primero ayudaron a montar y después frívolamente a descabalgar.