La reflexión es de los insomnes. Miquel Iceta y Pasqual Maragall escribieron parte de la historia de España emborronando cuartillas e intercambiando mensajes hasta las tantas de la madrugada. Eran dos campeones de la vigilia. A ambos les costaba conciliar el sueño y la urdimbre de su razón fue la madre de muchos monstruos amables.
Un día, el genio se metió dentro de la lámpara y los socialistas catalanes no supieron sacarlo de nuevo. Hoy son puros resistencialistas; han atravesado casi todos los sarampiones imaginables, especialmente el último, la fiebre nacional-populista que premia la barbarie y exonera el ideologismo acanallado de gente insignificante, como Torra, o legitimistas de salón, como Puigdemont y su apoderado, el senador simoniaco, Jami Matamala, que ha comprado su escaño con el candor del pagano.
Iceta ha cruzado a nado ensenadas procelosas y pantanos de plomo. Es un atleta de la política. No tiene el hierro de Rubalcaba --nuestro José Fouché, cuya dramática desaparición lloran la España rigurosa y una legión incontable de ciudadanos que le quieren-- pero atesora una gran virtud: la paciencia bíblica del Santo Job ante los desvaríos de algunos de sus camaradas. Pertenece a la elevada función de los enarcas españoles, a los que lidera desde la Providencia Francisco Fernández Ordóñez, aquel Superpaco que fue ministro de casi todo con UCD y con el PSOE: enclavó la Ley del Divorcio, la reforma fiscal y nos puso en el mapa mundial, en su etapa de Canciller. Si Rubalcaba ha sido Fouché, el gran corredor de fondo con el Estado en la cabeza, Superpaco fue Thayllerand, aquel par de la diplomacia francesa que gobernó en el Directorio, en el bonapartismo y en la Casa de Orleans.
Con estos antecedentes, Iceta no podía fallar cuando Narcís Serra lo metió con calzador en el aparato del Ejecutivo. Todos sabemos que el líder socialista catalán es el hombre de los papeles, de los análisis y los discursos de gran calado. Se granjeó esta fama en la Moncloa de Felipe cuando lo perseguían por los pasillos para que les resolviera el último obstáculo.
Pasó buenos momentos en los años de Montilla y se aisló en la etapa de Pere Navarro, el breve (2011-2014). En aquel paréntesis, Iceta se acabó convirtiendo en un mueble decorativo de la Ejecutiva socialista; hizo de sillón Luis XIV sin sobradez, pero con hechuras de joya. Y cuando llegaron los mamporros, se limitó a decir: “yo sigo aquí”. Así empezó la reconstrucción de esta extraña mezcla de Torre de Babel y Castillo de Gondor que es el socialismo catalán. Le tocó en suerte la new age de Nuria Parlón, defensora del derecho a decidir y muy influida por los nacionalistas rojos, los Ernest, Toni Castells, Montserrat Tura o Marina Geli, la exconsejera de Salut entregada en los vergonzantes puestos de cierre de la lista electoral de JxCAT, en 2017. Sufrió al grupo del raro alcaldable, alias el Tete, y a la pandilla de los ex banderas rojas, que siempre han jugado la carta nacionalista como si los baches de la historia no fueran con ellos, porque la izquierda cuenta con antecedentes de postín en la cultura del catalanismo.
Con Parlón empezó y acabó todo. La nave naufragó hasta que el contramaestre Iceta volvió al puente de mando. Lo hizo bailando a lo Freddie Mercury, en aquella inolvidable y dura campaña de 2015. Este hombre de marcadas afinidades electivas convirtió la urgencia en suficiencia. Había empezado su andadura política muy joven en el PSP de Tierno Galván, el profesor que desparramó su dilogía entre millones de madrileños. Prepara ahora su salto a la presidencia del Senado. Queda por ver su papel en los próximos comicios catalanes, pero ya hay quien dice que preferirá seguir siendo un servidor del Estado en la cámara territorial, antes que batirse el cobre en la autonomía triste y dividida.
Si ERC le pone la proa, estará evitando que un pactista gestione los acuerdos territoriales urgentes, sin entender que en épocas anteriores, más difíciles, el mismo Lluís Companys fue ministro de Marina cuando Manuel Azaña era presidente de la II República, como ha recordado Joan Tapia en un artículo reciente. Iceta significa la búsqueda del diálogo, y Oriol Junqueras --pese a su debilidad por los mamporreros más inflamados del procés-- haría bien en conservar la tradición de aceptar a los senadores elegidos por la lista más votada. Especialmente en el caso del primer secretario del PSC, que desplegaría esfuerzos por situar la sede de la cámara alta en Barcelona dentro de una España vertebrada y federal. Iceta aspira a desempolvar la teoría de la bicapitalidad de España de Pasqual Maragall. Es un político de diálogo, defensor de la gobernabilidad frente al soberanismo instalado en el frío resentimiento.
Iceta ha dejado de pensar como presidenciable de la Generalitat para renovar sus votos de gran fontanero del reino en la estructura federal del Estado. Buscaba un rayo de luz y se ha ganado el derecho a encender una lámpara. Ahora piensa en proyectar unos enormes focos sobre el proscenio catalán y en poner a los líderes del procés ante el espejo. ¿Y en Cataluña? ¿Qué socialista liderará las próximas autonómicas? Apunten este nombre ya cacareado en el que todavía cuesta creer: Salvador Illa.
En cualquier caso, Iceta no será otro elefante amortizado; su señorío senatorial no se parece en nada al estilo enfático de algunos exbarones como José Antonio Griñán, Francesc Antich o José Ramón Bauzá. Iceta, si va, irá con todo. Él sabe que el Club de las Españas de los liberales de Cádiz y la conllevancia orteguiana son dos especies protegidas y prohibidas que encienden a la derecha. Mientras el país llora al ilustre Rubalcaba, Iceta pone en marcha su motor, odiado por Casado y acosado por Junqueras. Ha vuelto al escenario, pero esta vez no al ritmo de la roconola. Está bailando con lobos.